domingo, 7 de octubre de 2012

El poeta y humorista Aquiles Nazoa


El 24 de junio de 1961, llega a Ciudad Bolívar, invitado por su amigo José Eugenio Sánchez Negrón, el extraordinario poeta y humorista, Aquiles Nazoa, quien años después perecería trágicamente en accidente carretero.
En esa ocasión me lo presentó el poeta en el umbral de la sede de URD situada frente al bufete de su padre el doctor Reinaldo Sánchez Gutiérrez y en el curso de una conversación, Nazoa se manifestó preocupado por la situación política del país, amenazada de insurrección. Tres días después estallaría la sublevación del Cuartel de Barcelona conocida como el “Barcelonazo”.
Nazoa ofreció esa noche un recital en el Cine Mundial, uno de los más viejos de la ciudad, y donde además de las consabidas películas de Cantinflas, Tintán, Pedro Armendaris, María Félix y Tito Guizar ocasionalmente se presentaban mach de boxeo, sesiones de magia como la de Almedine y prueba de resistencia física protagonizada por el fakir Blacamán quien después de un largo ayuno se comió la cabeza de la Sapoara y terminó casado con la guayanesa Teresa Weis.
Aquiles, quien para entonces tenía 40 años de haber nacido en el Guarataro, una de las barriadas más populares de Caracas, recitó su famoso poema Jenny Lind, el ruiseñor de Suecia y contó que cuando era niño, su madre lo vestía de nazareno y por esa vía llegó a ser monaguillo.
El poeta sintió siempre desde su infancia, una muy tierna y conmovedora curiosidad por los animales de nuestra doméstica zoología criolla, pero muy especialmente por el cochino, tal vez porque cuando su papá lo llevaba de paseo por el campo, montado atrás en una bicicleta, su presencia lo excitaba viéndolo pasar de un lado a otro, revolcándose en el pantano o descuartizado sobre una mesa.
Entonces Aquiles pensaba en muchas cosas y se preguntaba, por ejemplo, por qué otro paquidermo, el elefante, siendo tan grande, tenía solo dos nombre -elefante y paquidermo-, mientras que el cochino, tan pequeño, lo identificaban además, como lechón, marrano, chancho, puerco, cerdo y sabe Dios qué otros nombres más.
Para Aquiles, el cerdo era un buen animal, sólo que vivía y parecía gustarle el pantano. Por eso al escribir sobre los defectos de algunos animales decía: “Qué bello fuera el marrano, si renunciara al pantano”.
Pero el cochino puede renunciar al pantano, aunque obligado. Depende de quién lo cuida y, por supuesto, quien lo cuida sabe por qué lo hace y no precisamente para salvarlo del toletazo.
Contaba Aquiles que solía ir a los barriales donde algún cochino solía solazarse y dialogaba con él: Cochino ¿cómo estás? ¿Qué me cuentas? ¿Qué novedad hay? Y el cochino aceptaba conversar y lo primero que hacía era lamentarse de los chistes que hacían con su nombre, pero Aquiles lo admiraba no obstante eso y a pesar de su trompa parecida a un disfraz. A pesar también de su aspecto tan poco intelectual y el absurdo moñito que le cuelga de atrás. Reconocía que tenía virtudes admirables como su sinceridad, pues no le ocultaba a nadie su condición social de cochino de barrial que no engaña ni se deja engañar, que vive en paz sabiendo que mientras sea cochino y nada más, del palo cochinero nadie lo salva, ni siquiera en una fábula que el propio humorista contaba, según la cual, ahogándose una vez en un pantano se encontraba un marrano; y al verlo un cochinero le dijo: “No se ahogue, compañero; yo lo voy a salvar, dame la mano”. Y una vez que al cochino salvó del pantanero, siguiendo luego juntos el camino, lo llevo derechito al matadero. (AF)

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