lunes, 1 de octubre de 2012

El Negro Rivilla y la Universidad


Al despuntar enero del año 1955, Tomás Rivilla colocó en la parte alta del  frontal de su quiosco de quincallería en el Mercado Principal una pancarta deseando a los bolivarenses Feliz Año y pidiendo la Universidad de Oriente desde su posición de presidente de la Asociación de Comerciantes Minoritarios.
Tomás Revilla, lo apodaban sus paisanos el “Negro de las Lamus”. Las Lamus era una familia vecina a la Logia Asilo de la Paz, frente a la Estatua de la Libertad, a la cual su madre upatense lo entregó luego de la violenta muerte de su padre entre espuelas y apuestas.
Creció allí entonces Tomás Rafael Rivilla, desasistido de la paternidad, hasta los 18 años que le tocó irse a trabajar a la New Golfield donde las madamas de ancho faralao le ofrecieron domplín y otros sabores del heredado condumio antillano. El Callao no era el pueblo minero de hoy ni tenía calles como Ciudad Bolívar sino oscuros túneles como cuevas de lobos, sin más salida que la propia entrada.
No nació Rivilla para recrearse en el duro trabajo de la veta horadada a fuerza de detonantes. El olor a pólvora lo deprimía, no tanto por el salitre ni menos por el carbón del cual parecía hecha su piel, sino por el azufre que según el párroco de la iglesia de Santa Ana, estaba hecho el infierno.
De suerte que un buen día de yuntas y carreros, estuvo de vuelta y se ubicó como pudo en un puesto del Mercado Principal que entonces quedaba en el hoy Mirador Angostura hasta que vino Sánchez Lanz y lo sacó de allí con mercado y todo. Para mayor protección buscó la vecindad de Nuestra Señora de las Nieves y en la deshabitada Casa de los Handerson instaló su sueño de quincalla y refresquería que una mala noche del 25 de diciembre de 1965 le explotó en sus propios pies. 500 tumbarranchos interrumpieron su sueño de ocho noches de desvelos, sumados a los ruidos de furrucos y patines que sincopaban al ritmo de sincréticos villancicos.
El infierno que presintió de cerca en las profundidades auríferas de El Callao se le atravesaba en la esquina de la Catedral, e insaciable lo aguardó cuatro años después, una tarde de Feria, noviembre de su cumpleaños.
Entonces el Negro Rivilla se preguntaba ¿por qué si conocía los riesgos de la pólvora, caía en la tentación de la cohetería? Por qué si la Dictadura menospreciaba la libertad que es sustancia y sustento de la institución universitaria, él se atrevía a colocar en el frente de su pequeño negocio “Dios guarde a mi General que pronto nos traerá la Universidad”. ¿Por qué si Cipriano Castro nos la arrebató de un plumazo, Marcos Pérez Jiménez que también era andino y autoritario como Castro, la iba a regresar?
Esto el Negro Rivilla no se lo podía explicar. Así y todo recogió en Guayana y Oriente, 40 mil firmas en pro de la Universidad que no conmovieron al dictador, no obstante tener a su lado a un guayanés como Luis Felipe Llovera Páez. De aquí que cuando el dictador fue derrocado el 23 de enero de 1958, el joven estudiante Juan Manuel Sucre Trías, saludó la terquedad del Negro Rivilla con la fugaz y vacilante luz de un paquete de velas que le prendió por la noche en la puerta de su negocio. Pero la campaña había prendido y el mismo año el presidente provisional de la República Edgar Sanabria, la decretó, sólo que dispuso como sede a Cumaná.(AF)

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