martes, 29 de mayo de 2012

LA EDAD EN TAPARA


Domingo Solórzano es un llanero guariqueño con vena de escritor que aspiraba que El Perro y la Rana, desde su creación, le editara su primer libro, “La vaca conuquera”, pero como los meses pasaban y pasaban, se olvidó del ladrido y el croar engañoso de la editorial oficial. Echó mano de sus pobres ahorros y con la generosidad a plazos de Copiflash hizo realidad su serie de relatos muy propios y singulares de la vida llanera.

El libro, de formato sencillo, prologado por su paisano el profesor Oscar Pirrongelli Seijas, comienza con el cuento de Secundino Talavera, un guariqueño que creció sin protección paterna y pudo vencer a fuerza de voluntad todos los males del cuerpo. Nunca nadie supo en vida la edad que tenía hasta que falleció y le contaron 115 semillas de capacho contenidas en una bolsita de la que jamás se desprendió.

Su paisano José Dionisio no vivió tanto como él, si acaso la mitad, pero tuvo la fortuna de morir y resucitar para vivir siete años más después de haber sido expuesto en velatorio dentro de una urna rústica. Los vecinos ignoraban el fenómeno de la catalepsia, por eso cuando el muerto se levantó como emergiendo de un profundo sueño, el velorio se disolvió y todos salieron en estampida por esteros y caminos llaneros.

El término catalepsia, que figura como accidente nervioso que anula las sensaciones e inmoviliza al cuerpo, habría sido extraño e incomprendido por los guariqueños rurales de aquel tiempo, lo mismo que la voz “tecuecoso” surgida en el curso de una discusión contra los primos del maestro Pedro Telma, quienes reaccionaron muy tardíamente, claro, después que indagaron que significaba “gusano” en jerga llanera.

“Gusano” llamó muchas veces Fidel Castro a quienes adversaban su revolución socialista, pero Juan José no podía admitir ese desprecio traducido y referido al juego político venezolano. Él, simplemente era un fiel militante de carnet que si bien no le abría todas las puertas en el Guárico, se las abrirían allá en el cielo. Por creerlo a pie juntillas, no pedía más nada cuando agonizaba a causa de un mal incurable, sino el carnet del partido.

Y que luego de muerto no se atreviera alguien a despojarlo del carnet, porque seguro le ocurrirá lo que a Jesuito, el celador del cementerio, y a Cecilio, el sepulturero en Zanjonote, que los perseguía el muerto en horribles pesadillas reclamando el diente que descontinuaron de su dentadura para un preparado con aguardiente contra el reumatismo.

Si despojar a un muerto de una pieza de su dentadura suscita horrendas pesadillas, ¿qué ocurriría con la persona que despoja a un muerto de tierra y bienes heredados por su familia? Cuenta Domingo Solórzano en sus relatos llaneros que el dueño del hato Altozano despojó, con vileza y artimaña, los bienes heredados por la familia de un campesino de su vecindad, que murió a causa del tripanosoma cruzi (mal de Chagas).

El libro continúa con otros relatos anecdóticos interesantes y, finalmente, con la protagonista, La vaca conuquera, que nadie sabe cómo dominaba su pesada corpulencia para brincar una cerca de alambre de púas de dos metros de altura e introducirse en los conucos para alimentarse con el tierno fruto de los maizales, hasta que llegó un día en que una herida causada por el palo de una de las cercas se le transformó en gusanera silenciosa que, internamente, la devoró hasta una muerte que para el dueño de la res era sospechosa. Creía que la había castigado por intrusa el único dueño de una escopeta en Cerro Grande.(AF)

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