miércoles, 6 de marzo de 2013

Mujeres centenarias de 1969



La mujer quizá más vieja de Soledad, pueblo ribereño de la parte norte del Orinoco, cumplía 108 años en 1969 cuando la entrevistamos y afirmaba tener, por línea materna, un parentesco lejano con una nieta del Cacique Charaima.
La anciana, de nombre María de la Cruz Fajardo, nació en El Chaparro, del Estado Anzoátegui, y sus padres fueron Pascuala Fajardo y Cornelio Cumana, tan longevos como ella.
La caquexia mantenía a la anciana en cama, pero algunas veces y con la ayuda de algún familiar, podía sentarse y charlar durante sus ocasiones de lucidez.
Comentaba que oyó decir siempre que su familia por la vía materna estuvo emparentada con una nieta del Cacique Charaima. Tal fue Isabel Fajardo, cacica india de la raza guaiquerí, nacida en la isla de Margarita y madre de Francisco Fajardo, conquistador de los valles de Caracas en 1555.
Doña María de la Cruz Fajardo decía tener 22 hijos, de los cuales 8 fueron partos morochos, 97 nietos y 45 tataranietos.
Llegó a Soledad en 1876, es decir, a la edad de 15 años, una campesina muy hermosa y bien parecida que le agradó mucho a Ramón Mejías y quien resultó después su marido. Doña María se le había muerto su esposo hacía 48 años (1921). Peleó al lado de las fuerzas del General Emilio Rivas que ocuparon a Soledad durante 25 días, antes de invadir a Ciudad Bolívar ocupada por los revolucionarios que comandaba el General Nicolás Rolando.
La noble anciana, a pesar de sus achaques y lagunas, lograba balbucear recuerdos del gobierno de Joaquín Crespo diciendo que fue muy democrático porque respetó la libertad de prensa. Recordaba asimismo a “El Cabito” diciendo que también fue bueno y nacionalista aunque no le perdonaba haber introducido el divorcio en el país, “pues desde que se inventó el divorcio todo anda mal en la juventud”.
Mientras doña María de la Cruz Fajardo celebraba 108 años en la vecina Soledad del sur de Anzoátegui, en San Miguel de El Palmar del estado Bolívar, Carolina Pascualina Ruiz Muñoz, alcanzaba la jerarquía de centenaria, todavía activa en la siembra y recolección del café.
Carolina no atribuía su longevidad a tratamiento especial alguno sino a su conducta muy personal de llevar la vida con calma y paciencia, sin muchas mortificaciones y sin preocuparse por un destino que todos sabemos inexorable. Solía enfermarse como cualquier cristiano de este mundo. Eso sí, no aceptaba medicamentos de laboratorios ni de la industria farmacéutica sino, en todo caso, tratamientos tradicionales preparados en la propia casa a base de plantas con propiedades terapéuticas, muy legítimas del lugar como la yerba buena, la fregosa, la verdolaga y el babandí.
En términos generales se consideraba una mujer sana que de vez en cuando se echaba su palito de whisky seco, particularmente cuando tenía que picar leña para cocinar en topias porque por aquí donde vivo no ha llegado todavía la cocina de kerosene ni menos la de gas y que no venga porque según me han comentado los vecinos el sabor de la vianda no es el mismo que cautiva el gusto cocinando con el carbón de leña a fuego lento.
Carolina Pascualina Ruiz, aún a esa avanzada edad, cantaba, bailaba el joropo escobillado, tocaba cuatro y contrapunteaba con el más verraco del lugar.
La familia entonces le organizó una fiesta campestre para celebrar su cumpleaños número cien, incluyendo una piñata tinajera empapelada y bien cargada de mediecitos que la festiva centenaria venia acumulando en una botijuela pensando en ese día tan especial que reuniría a toda la parentela.

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