domingo, 22 de marzo de 2020

SÁNCHEZ NEGRÓN: La felicidad es la gran idiota del universo



El poeta José Sánchez Negrón, a quien los escritores bolivarenses honraban con un Premio Anual de Poesía que llevaba su nombre, fue un poeta muy singular que practicaba como Jorge Luis Borges la filosofía esotérica.  Conocía de sus enseñanzas, de la doctrina y técnica para zambullirse en el mar del más allá y flotar con un comportamiento fuera de lo común.
     Sabía que iba a morir, pero no sabía cuándo.  Eso lo angustiaba y lo impulsaba a explorar más allá de los sentidos.  “…lo que no entiendo todavía / es que al nacer se nos acabe el día / y que al nacer se nos acabe el vuelo”.  Nunca pudo entender la muerte y por esa impotencia, en cierto modo, se trastocaba en asceta que se bebía el libro con las vísceras buscando la explicación de esa verdad escondida como arcano en alguna parte que la razón no encuentra.
     Y es que el autor de Limos de la Tierra, Los Ruidos del Mundo, Los Humos y las Voces  y Poemas Reiterativos, llevaba, antes de morir (1989), quince años estudiando la filosofía esotérica y dentro de ella quería ubicar su pensamiento y su poesía.
     Para el poeta, entonces, la poesía, desde el punto de vista esotérico, resultaba ser sencillamente el recuerdo del arquetipo divino  que tiene el espíritu al venir a la tierra. Decía que el pensamiento de Dios puebla el vacío del espacio que es su propio cuerpo.
     Y puesto que él establecía siempre una sinonimia entre poesía y belleza, resultaba virtualmente inexplicable encontrar belleza en algunos estados de su poesía donde se reflejaban ciertos desgarramientos socialmente dolorosos. Pero en el fondo la había porque la belleza y la verdad, como en el poema de Emily Dickinson, son hermanas.
     El, poeta al fin, se acusaba un obsesionado de la belleza y la belleza podía estar tanto en un poema como en el cuerpo de una  mujer de la estirpe de Irene Sáez a quien, según sus propias palabras, “nada le falta ni nada le sobra”.
     Por principio esotérico, no creía en lo bueno ni en lo malo porque no hay nada bueno ni malo en el mundo. Las cosas son justas o injustas y lo justo es bello y verdadero.
     Y aquello de que el poeta es tal porque dispone de una sensibilidad muy especial, no le cuadraba muy bien, prefería responder que nace con una predisposición y ese sentido se remitía al filósofo griego Platón cuando decía que las cosas no se aprenden en la tierra sino que se recuerdan.
     Se consideraba un elegido de la voluntad divina por lo mucho que había sufrido y puesto que dentro del esoterismo así se consideran los que sufren y por ello dijo o dice en uno de sus poemas que la felicidad es la gran idiota del universo.
     Solamente el sufrimiento es el que puede macerar y hacer cambiar y puede hacer subir la cuesta de rodillas. Para él era la única manera de llegar a Dios.
     Por eso se consideraba un poeta místico, no como comúnmente se entiende: alguien que está de rodillas todo el día frente a un ícono en una iglesia. No, él lo era pero en el sentido panteísta, pues amaba profundamente a la naturaleza que es como amar el cuerpo de Dios.
     Sánchez Negrón que siempre escribió su poesía dentro de los cánones del modernismo literario, sorprendió cuando publicó Sonetos Reiterativos. Entonces explicó que quería demostrar con ese su ultimo libro que nunca la forma es caduca. Que se puede renovar porque todo siempre es eterno como el ir y venir del mar.
     En ese libro hay un proceso dialéctico filosófico que acerca esos sonetos al Siglo de Oro.
     Cuando murió dejó una libreta llena con desconcertantes argumentos que pensaba desarrollar dentro del género del cuento siguiendo las huellas de “Los Hospitales del Infierno” (Premiado en el Concurso de Cuentos de El Nacional). Era sin duda un buen poeta, pero también un interesante cultivador de la narrativa, aproximado tal vez a Jorge Luis Borges, quien también era absolutamente esotérico. (AF)  

   

jueves, 19 de marzo de 2020

MURIÓ EX PRESIDENTE DE LOS FARMACÉUTICOS DEL ESTADO BOLÍVAR


 El doctor Alfredo Hernández, ex  Presidente del Colegio de Farmacéuticos del Estado Bolívar, murió en su residencia del Casco Histórico, muy cerca de su Farmacia que antes perteneció y fue fundada por Fitzí Miranda. 
    En cierta ocasión en que hablaba sobre el desaparecido y obligatorio turno Farmacéutico con el doctor Hernández, le tomé esta gráfica preparando un medicamento aún no industrializado.
      Me decía que el 12 de mayo de 1927, tras una campaña ciudadana para demandar el servicio, se implantó por primera vez en Ciudad Bolívar el turno farmacéutico nocturno que facilitó cubrir las emergencias que solían presentarse por requerimiento de algún medicamento no disponibles en los centro de salud pública.
       Las droguerías Berhens & Cía., Ochoa Pacheco & Cía, Luis Vicentini y Carrancas & Cía, que controlaban todas las farmacias y boticas de la ciudad, se reunieron con las autoridades de salud y convinieron en establecer el turno farmacéutico obligatorio.
          Los farmacéuticos comenzaron a agremiarse en 1882 bajo la Sociedad Farmacéutica de Venezuela, presidida por Teodoro Sturup. Entonces los títulos farmacéuticos se otorgaban a los médicos que cubrieran ciertos requisitos. Pero esa sociedad tuvo un largo receso que dio lugar en 1894 a la Sociedad Farmacéutica de Caracas y Venezuela, presidida por Enrique García, año en que se iniciaron en forma los estudios universitarios de farmacia.
          Esta sociedad corrió la misma suerte de la anterior hasta que en 1909 se creó el Centro Farmacéutico Venezolano que más tarde tuvo su seccional en Ciudad Bolívar. En la presidencia estuvo el doctor Antonio Lecuna Bejarano, farmacéutico valenciano que ejerció en Ciudad Bolívar y Upata durante 20 años y el cual se hizo famoso por lograr sintetizar el Babandí en gotas para curar la impotencia sexual.
         A las boticas y farmacias anteriormente señaladas se sumaron hasta mitad del siglo XX, la Botica Nacional, Santa Ana, Del Valle, Orinoco, Bolívar, Continental, El Águila, La Bello y El Porvenir. Esta última, propiedad de Antonio Rodríguez, la cual vendía de todo, incluso casabe y queso, agua del carmen, sulfas píldoras del doctor Ross, neolsarvarzan, goma arábiga, purgante de higuera, soluciones de yodo, emolientes y ciertos placebos que más que valor terapéutico tenían un efecto psicológico.
       El Colegio de Farmacéuticos del Estado Bolívar se constituyó en 1949, específicamente el 11 de septiembre. Para entonces mandaba en Venezuela una Junta Militar presidida por el coronel Carlos Delgado Chalbaud e integrada por los coroneles Marcos Pérez Jiménez y Luis Felipe Llovera Páez, este último nativo de Ciudad Bolívar. El gobernador del estado era José Barceló Vidal desde diciembre de 1948.
          Ese día 11 de noviembre de 1949, se reunieron en el local de la Farmacia Del Valle los doctores J. M. Montes Ávila, en representación propia y de Manssur Ruiz; F. Crespo, J. Loreto Rodríguez, Raúl Gambas, Juan Requesens, Corina Atías, Miguel Salmerón Gómez, Hernán Meinhard hijo, Fermín Bello Dalla Costa y Luis S. Carrasqueño, para constituir el Colegio y designar la Junta Directiva, la cual quedó presidida por el doctor Herman Meinhard, hijo; secretario, doctor Luis S. Carrasqero y tesorero, doctor Fermín Bello Dalla Costa. El Tribunal Disciplinario quedó diferido hasta tanto se formalizara la inscripción total de los farmacéuticos activos en el Estado, lo cual se cumplió en la sesión del 10 de enero del año siguiente cuando al fin se nombró el Tribunal integrado por los doctores M. A. Salmerón Gómez, J. A. Montes Ávila y Corina Atías.
         El doctor Fermín Bello no se aguantó mucho tiempo en la Tesorería, renunció y en su lugar fue nombrado el doctor M. A. Salmerón. 
    Así con esta Junta Directiva se inició el Colegio de Farmacéuticos del Estado Bolívar y por ella han pasado en calidad de presidentes, además del primero Hernán Meinhard; los doctores Juan Requesens, Fermín Bello Dalla Costa, Ramón Castro, Alfredo Hernández, Andrés Bello Bilancieri, Miguel Guevara Madrid, Pedro M. Casado Esteves, Orlando Urdaneta, Paúl von Buren, Jesús Martínez, Gilberto León, Diana Hernández, Bismark Ortiz, Saúl Gutiérrez, Marina López Mendoza, María Elena (AF)

miércoles, 19 de febrero de 2020

Las mariposas de Basanta y los perros de Obregón (Crónica del 97)



Gustavo Basanta me entregó su libro, en la esquina de El Sordo, una tarde salpicada de chanzas perrunas, incenti­vadas por unas declaraciones de Luis Carlos Obre­gón contra la pandilla del boulevard. Entonces me di cuenta que es tan diver­sa y numerosa la familia de los caninos que pudiéramos encontrarle a cada hu­mano su trasunto en una raza determinada, incluyendo al turco Nain Saloum, desco­nocido a diente y colmillo por su propio doberman una noche de palos, y al Pájaro Avelino que no por  tener alas como las mariposas de Gustavo Basanta, deja de cuadrarle el apelativo chihuahuense. Por supuesto, expresa su disgusto, así como lo expresó Ángel Bonalde cuando alguien le endilgó el San Ber­nardo. Tampoco se quedó en paz Chivi­ta cuando le encontraron parecido con el Malamute de Alaska; ni Freddy Bermúdez, híbrido de Pastor Belga con Chow-Chow, Martínez Barrios, con braco francés, Pinocho, con galgo ruso; Rojita, con uno de la raza beagle; Ramón Aray, mezcla de guache con mapache; Hugo Mendoza, con podenco; Tamborini, cruce de salchicha con pastor alemán; Londoño, con Doguino,  Manuel, con Lulú de Pomerania; el Chino Regil, con dogo y Gustavo Basanta con un Vi­ Fox Terrier de pelo liso.
              Pero si Gustavo en broma acusa los rasgos de un Fox Terrier, muy cierto, y esto sin broma, que es un artista del teatro, la poesía y la pintura, upatense muy de Angostura que conocimos hace años, cuando Milagros Mata Gil se explayaba en la risa constante del Guinpleine de Víctor Hugo.
             Bueno, decía que esa tarde, un lunes de zapatero, Gustavo Basanta me entregó  su libro pergeñado en la  computadora y de su contenido no me enteré por tanta espuma en el ambiente cani­no, sino a las tres de la madrugada cuando el gallo de la casa vecina me despierta.
         No pude enterarme  que es un libro de escenario, formato  breve y en suma grato y poético:  "Cuando las mariposas no queman sus alas". Ay de nosotros cuando las mariposas se achicharren bajo el que­mante resplandor del odio.
         Será el más aciago día, no sólo por tener los lepi­dócteros que volver a su primitivo estado de larva corrugada, sino por privarnos del tierno y her­moso espectáculo de colores que nos sustrae a una atmósfera de coincidencias capaz de desarmamos del egoísmo y prejuicio insano. Por eso, Gustavo invoca a las mariposas pensando en la conciliación racial y en la paz universal. Invoca los prodigios del agua que nos vivifica y comunica. La música con su ecuménico lenguaje. El canto, acaso como el de Violeta, Ne­ruda, Vallejos, Juan Rulfo, que dialoga con los silábicos latidos del corazón y nos hace sentir a todos, la existencia de unos dioses igua­les y compartibles como el pan y el vino aunque no lo crean las ideas de los hombres nuevos que estamos obligados a ceñir con esas cintas de colores que son las mariposas para que "tu patria sea mi patria, mi casa tu casa, tu voz. mi voz". Como la voz pura y sonora del montañés que al hombro su guitarra bajaba diariamente a dialogar con el pueblo a pesar de las represiones y el día en que lo invalidaron y le cortaron la garganta, su voz siguió con más fuerza invadiendo todo el orbe.

          La obra de Gustavo termina con una adaptación basada en el libro de cuen­tos "Guillermo Jorge Manuel José " es­crito por Mem Fox para los niños, esos seres diminutos pero en cuyo corazón abierto puede caber desde un pequinés hasta un elefante de circo y que además poseen la memoria más fantástica, esa misma que buscaba afanosamente el niño de cuatro nombres para llevársela, como al fin se la llevó, en una cesta a la nonagenaria que la había perdido.(AF)

JOSÉ ANTONIO PÁEZ


José Antonio Páez, un docente a carta cabal, nacido en Guasipati en 1944  carga sobre sus hombros  el nombre de un elevado prócer de la independencia,  y esto que podría acomplejar el ánimo de cualquiera,  ha sido, por lo visto, un lenitivo para él llevar adelante su profesión magisterial que parece culminar con ser el director fundador de la Universidad privada Gran Mariscal de Ayacucho luego de haber pasado por instituciones educacionales públicas.
            José Antonio Páez se desprendió de su tierra natal a la edad de 7 años para comenzar a educarse en Ciudad  Bolívar, pues quería ser maestro  y maestro fue al lograr su  título de  normalista, 1962,  en la Columbo Silva Bolívar que funcionaba en la avenida  San Vicente de Paúl y que años después fue transformado en Liceo.
Se inició como docente en la escuela Eduardo Viso, muy bien dotado para la enseñanza pues había tenido en su formación a docentes de la calidad de Luis Manuel Garrido, Lía Rebolledo,   Alejandrina de Anciani, Diomedes Túnez, Alfonzo Paraguan y Josefina Torrealba de Páez, su cuñada.

Pero no se quedó allí, siguió estudiando, obtuvo una maestría en Androgogía y trabajó en campañas de alfabetización al lado del profesor Félix Adams.  Otros postgrados, uno de ellos en España,  vigorizaron su vocación de docente integral que estuvo como compañera y aliado toda la vida a Argelia, con la cual tuvo dos hijos que siguen las huellas de sus padres. (AF)

martes, 18 de febrero de 2020

EL TROCADERO


La construcción del Grupo Escolar Mérida  no fue suficiente para acabar la prostitu­ción en el lugar. Si bien el grueso de la actividad del comercio sexual buscó hacia las afueras lugares más apropiados como El Trocadero, El Vesubio y El Siete, queda­ron en las inmediaciones del Grupo Escolar algunos puntos reservados como "El Chupulún", en donde era seguro encontrar a Eduardo Santana y no precisamente moviendo a la Rei­na del Ajedrez.
Pero el más trascendente fue indudablemente El Trocadero donde nunca faltó la Rockola, ese artefacto parecido a un robot, pero que no es más que el bendi­to fonógrafo de Edison llevado a una dimensión descomunal para hacerlo automáticamente opera­ble, de largo tablero numerando los discos de moda, como fueron los de Julio Jaramillo, Leo Ma­rín, Lucho Gatica, Toña la Negra, Pedro Vargas y hasta del mismí­simo Luis Sarmiento, nacido y crecido en estos patios del merey y la coroba y quien tuvo el privi­legio de bautizar su primer disco, un 45 rpm, en el Trocadero de Edelmiro Lizardi, donde parecía imperecedero el sonido de la rockola. Allí en ese Trocadero que estuvo por las inmediación de la Bomba Taguapire y que después se reubicó por cuestión de moralidad pública en los alrededores de La Campiña, zona  donde Alberto Minet fomentó una granja que terminó bajo 1as aguas desbordadas del río San Rafael, tan tímido en tiempo de sequía como revoltoso durante estación de lluvia.
Bueno, decía, que de ese Trocadero se saben y cuentan infinitas historias como la del pintor José Martínez Barrios, celebrado pintor bolivarense que tuvo amigables relaciones con Edelmiro Lizardi, el dueño del famoso Trocadero de Ciudad Bolívar. Solía recordar en vespertinas

tertulias en el quiosco que era de Carlito Hernández, aquel ambiente pintoresco con habitaciones de moriche en el fondo, situado en La Campiña. Por allí pasaron mujeres bellísimas de Maracaibo, Valencia, Upata. Uno se tomaba una cerveza por real y medio. El tercio costaba 1,25; dos bolívares la media jarra y tres el botellón. Allí Martínez

tuvo sus primeras incursiones amorosas. En ese paraje, el pintor anclado en el claro oscuro de los clásicos, se empató con una merideña bellísima de nombre Julia.

 En ese tiempo Martínez vivía leyendo libros de estética, de pre­ceptiva literaria, filosofía y obras románticas. Como los actores de cine, buscaba argumentos para su vida, temas que le nutrieran exis­tencialmente.
En ese Trocadero había una rockola con muchas y variadas canciones de amor y despecho que tragaba más monedas que una moderna máquina de juego. Al fin, la rockola también es como una máquina lúdica donde bajo la compulsión etílica y a la luz de una letra o melodía se pone a prueba como en un juego, la sensibili­dad para vencer o terminar en el foso de un amor incomprendido.
Edelmiro administraba y so­ñaba con la rockola porque tam­bién en medio de aquel lupanar él era una abeja con su corazón herido y un buen día, desengaña­do, cerró el Trocadero y se me­tió a rockolero. Se fue a comer­ciar con las rockolas. Las hacía reparar con el técnico James Her­nández, luego las alquilaba, ven­día, y hasta suscribió un contrato de distribución con la Wurlitzer a pesar de Pedro Montes que tam­bién era del ramo y tenía su esta­blecimiento frente al Café Espa­ña. El comercio de las rockolas era bueno y los aparatos sonaban no sólo en El Vesubio, el Tibiri­tabara, la Estrella Roja, el Caba­llo Negro, La Cibele, Le Tucan, La Glaciere, la Luzetti y el Club Buena Vista La Piscina, sino en un bar tan marginal como el Boby Capó del Barrio Negro Pri­mero, donde los despechados so­lían llorar los desaires intempes­tivos de sus amadas, escuchando la voz de Lope Balaguer cantan­do "que falta tu me haces, que falta tan inmensa", o aquella que dice "yo quiero que tu vuelvas, no pongo condición" "el amor es uno, uno y nada más, lo demás humo, humo que se va".
El periodista Enrique Ariste­guieta prefería una rockolá del ba­rrio Las Moreas que no aceptaba sino monedas de plata, claro, él no las tenía pero sí la señora dueña del negocio que las facilitaba con ese propósito a cambio de esas otras que ruedan por allí muy de­valuadas. Allí junto con Camilo Perfetti quise una vez llevar a Elié­cer Calzadilla, amante de las roc­kolas además de excelente con­versador, pero no pasamos del Tropical Room del barrio La Sa­banita hasta que llegó la Guardia Nacional y bajó toda la botillería porque, cosa rara, un lugar tan grato, carecía de licencia.(AF)



lunes, 17 de febrero de 2020

De la Tumbazón al Trocadero pasando por el Retumbo y la Ciudad Perdida


La actual calle Santa Ana era conocida antiguamente como calle La Tumbaszón en razón de que allí la marinería del puerto fluvial como toro bo­ruca tumbaba a las diablitas, pe­ro esto se acabó cuando el vicario general de la diócesis, Monseñor José Leandro Aristeguieta, logró que las autoridades clausuraran las casas de encuentros amorosos por estar cerca de la iglesia que él había fundado en 1856.
Surgió entonces El Retumbo en la zona que después fue lla­mada Calle Miscelánea y final­mente Calle Dalla Costa. El Re­tumbo era en cierto modo un lu­gar ruidosamente burdelesco donde la alta y baja marinería de los barcos fondeados en la are­nosa ribera orinoqueña, saciaba su sed de amor a cambio de algu­nos pesos, florines, dólares, francos o esterlinas. No había problemas en cuanto a la nacio­nalidad de la moneda porque la Casa Blohm, más abajo de las casas porticadas, funcionaba co­mo banco y casa de cambio.
Entonces el desarrollo urba­no hizo que El Retumbo se mu­dara más hacia el Oriente con el nombre de la Ciudad Perdida. "La ciudad pervertida" quería decir la altiva y muy cristiana fa­milia angostureña. El poeta José Sánchez Negrón me contaba que en su época de niño, cuando su tía-abuela llevándolo de la mano se veía obligada a pasar por sus cercanías, le advertía que no vie­se hacia ese lugar porque era co­mo entrar en o hacer contacto con lo pecaminoso.
Ellas eran las golfas, las ra­meras, las busconas, las hetai­ras, las heteras, las perdidas, las meretrices, las mundanas, las pendangas, las zorras, las suri pantas, las pecadoras, las pelan­duscas, las arrastradas, las pe­rendecas, las bagasas, las putas, las prostitutas, en fin, las corte­sanas del burdel de Filiberto, contra las cuales nunca pudieron los sermones disparados desde el púlpito de la Catedral.
Contra ellas sólo podía de vez en cuando por agosto el Se­ñor de las Aguas. Entonces, que goloso, turbio y repleto de mo­gotes, metía sus lenguas, las in­undaba y las hacía damnificadas hasta que satisfecho retornaba a su cauce.
Pero lo de 1943 fue imperdonable. El Orinoco sumergió a Ciudad Perdida hasta tres metros bajo agua y las alegres mujeres se vieron frustradas al pretender refu­gio en las cubiertas de los bar­cos. Se dispersaron y fueron a pa­rar unas a los Culíes, otras a los ce­rros El Zamuro y La Esperanza. Un número menor de ellas buscó protección en los cerros El Chi­vo y el Temblador y al otro lado del río, en Soledad. Se dispersaron hasta que bajasen las aguas y todo volviese a ser como antes: pero, nunca, jamás pudieron retomar por esos lados.
El Presidente de la República Isaías Medina Angarita, luego de aterrizar en el aeropuerto de la Laja de la Llanera en el avión La­te-28 que lo trajo de Maracay, or­denó que "Sodoma y Gomorra" fuera destruida y que a nadie se le ocurriese mirar hacia atrás por­que estatua de sal se volvería. De manera que acatando la disposi­ción del magistrado, se levantó allí un edificio resaltando en el frontispicio aquella sabia frase de Bolívar en el Congreso de Angos­tura: "Moral y Luces son nuestras primeras necesidades". (AF)


lunes, 10 de febrero de 2020

UN NUEVO LIBRO SOBRE UPATA


Un nuevo libro sobre Upata del escritor Amable Orta Luciani llegó a mis manos, enviado desde Caracas, por el poeta y Coordinador de información de la Universidad Experimental (UNEXCA). José Quiaragua Pinto, escrito en prosa y verso y que rememora las casas, calles, paisaje urbano y ambiente bucólico de la Upata de sus primeros años, antes de radicarse en Caracas donde estudió y se realizó como profesional de las letras hasta el día de su muerte ocurrida en 2011.
Orta Luciani, nacido en Upata en  1938, era miembro de la Asociación de Escritores de Venezuela donde fue admitido como poeta, narrador, ensayista, fundador de la revista “Rendija”. así como de varios libros, entre ellos, ”Algún lugar, ninguno”, con dos ediciones.  El libro “Upata, los días del antaño vivir” fue su última obra, puesto que fue publicada en 2011 por el Fondo Editorial de la Universidad Marítima del Caribe y en ella el autor drena la nostalgia del tiempo vivido y el padecimiento que significa  retornar acaso por el desencanto de no encontrar lo que la dinámica inconsciente de la vida  suele alterar o sepultar.  Pero, no obstante,  el amor por la tierra no lo detiene y fue así lo que presentía que ya no pudo pensar en volver sino en estas letras que al discurrir van evocando las cosas sencillas que suele magnificar la fantasía propia de la niñez: el canto de las aves, las siluetas del amanecer, las bisagras gastadas de las puertas que iluminan la bodega del Raspón, punto de referencia de todo el vecindario que lo vió crecer hasta los catorce años, cuando la algarada de la escuela Humboldt se perdió en el viento de la ausencia como se perdió sin poderlo encontrar de vuelta aquel policía con el nombre del padre de la patria que sancionaba a los padres cuando el muchacho no llegaba temprano o, simplemente, no iba a la escuela según decía la maestra.  Cuántas cosas se han perdido en la evolución del modo de vivir: la oscuridad excitante de  fantasmas y duendes que jamás pudieron ahuyentar las lámparas de kerosene o de carburo sino las bombillas de Thomás Alva Edison.
Nunca su madre Evangelina  le había contado la historia de su padre Miguel Luciani nacido en Córcega, enriquecido con el oro de  Caratal y degollado por chácharos gomecistas manejados por el Jefe civil del lugar que quiso de esta forma apoderarse de sus bienes, ni de su abuela Concepción Acevedo de Tayhadat, primera periodista venezolana, Luego que lo supo, digo yo, pudo quizá descifrar su vocación literaria.  Aquel relato materno lo impresionó tanto como el desfiladero del Purgo camino de Altagracia que su Madre solía pasar rezando la oración de San Marcos de León o elevándole plegaria al Ánima de Parasco señalado por una cruz en la roca del camino de los arrieros,  muy cerca quizás de María Chiquita, que comía hormigas y se bañaba con agua de orégano para mantenerse joven, longeva y también para blindarse contra el impacto alucinante de  tropeles y  caballos de Piar y de Tomasote, fiero soldado de él la batalla de Chiica,  (AF).