martes, 18 de febrero de 2020

EL TROCADERO


La construcción del Grupo Escolar Mérida  no fue suficiente para acabar la prostitu­ción en el lugar. Si bien el grueso de la actividad del comercio sexual buscó hacia las afueras lugares más apropiados como El Trocadero, El Vesubio y El Siete, queda­ron en las inmediaciones del Grupo Escolar algunos puntos reservados como "El Chupulún", en donde era seguro encontrar a Eduardo Santana y no precisamente moviendo a la Rei­na del Ajedrez.
Pero el más trascendente fue indudablemente El Trocadero donde nunca faltó la Rockola, ese artefacto parecido a un robot, pero que no es más que el bendi­to fonógrafo de Edison llevado a una dimensión descomunal para hacerlo automáticamente opera­ble, de largo tablero numerando los discos de moda, como fueron los de Julio Jaramillo, Leo Ma­rín, Lucho Gatica, Toña la Negra, Pedro Vargas y hasta del mismí­simo Luis Sarmiento, nacido y crecido en estos patios del merey y la coroba y quien tuvo el privi­legio de bautizar su primer disco, un 45 rpm, en el Trocadero de Edelmiro Lizardi, donde parecía imperecedero el sonido de la rockola. Allí en ese Trocadero que estuvo por las inmediación de la Bomba Taguapire y que después se reubicó por cuestión de moralidad pública en los alrededores de La Campiña, zona  donde Alberto Minet fomentó una granja que terminó bajo 1as aguas desbordadas del río San Rafael, tan tímido en tiempo de sequía como revoltoso durante estación de lluvia.
Bueno, decía, que de ese Trocadero se saben y cuentan infinitas historias como la del pintor José Martínez Barrios, celebrado pintor bolivarense que tuvo amigables relaciones con Edelmiro Lizardi, el dueño del famoso Trocadero de Ciudad Bolívar. Solía recordar en vespertinas

tertulias en el quiosco que era de Carlito Hernández, aquel ambiente pintoresco con habitaciones de moriche en el fondo, situado en La Campiña. Por allí pasaron mujeres bellísimas de Maracaibo, Valencia, Upata. Uno se tomaba una cerveza por real y medio. El tercio costaba 1,25; dos bolívares la media jarra y tres el botellón. Allí Martínez

tuvo sus primeras incursiones amorosas. En ese paraje, el pintor anclado en el claro oscuro de los clásicos, se empató con una merideña bellísima de nombre Julia.

 En ese tiempo Martínez vivía leyendo libros de estética, de pre­ceptiva literaria, filosofía y obras románticas. Como los actores de cine, buscaba argumentos para su vida, temas que le nutrieran exis­tencialmente.
En ese Trocadero había una rockola con muchas y variadas canciones de amor y despecho que tragaba más monedas que una moderna máquina de juego. Al fin, la rockola también es como una máquina lúdica donde bajo la compulsión etílica y a la luz de una letra o melodía se pone a prueba como en un juego, la sensibili­dad para vencer o terminar en el foso de un amor incomprendido.
Edelmiro administraba y so­ñaba con la rockola porque tam­bién en medio de aquel lupanar él era una abeja con su corazón herido y un buen día, desengaña­do, cerró el Trocadero y se me­tió a rockolero. Se fue a comer­ciar con las rockolas. Las hacía reparar con el técnico James Her­nández, luego las alquilaba, ven­día, y hasta suscribió un contrato de distribución con la Wurlitzer a pesar de Pedro Montes que tam­bién era del ramo y tenía su esta­blecimiento frente al Café Espa­ña. El comercio de las rockolas era bueno y los aparatos sonaban no sólo en El Vesubio, el Tibiri­tabara, la Estrella Roja, el Caba­llo Negro, La Cibele, Le Tucan, La Glaciere, la Luzetti y el Club Buena Vista La Piscina, sino en un bar tan marginal como el Boby Capó del Barrio Negro Pri­mero, donde los despechados so­lían llorar los desaires intempes­tivos de sus amadas, escuchando la voz de Lope Balaguer cantan­do "que falta tu me haces, que falta tan inmensa", o aquella que dice "yo quiero que tu vuelvas, no pongo condición" "el amor es uno, uno y nada más, lo demás humo, humo que se va".
El periodista Enrique Ariste­guieta prefería una rockolá del ba­rrio Las Moreas que no aceptaba sino monedas de plata, claro, él no las tenía pero sí la señora dueña del negocio que las facilitaba con ese propósito a cambio de esas otras que ruedan por allí muy de­valuadas. Allí junto con Camilo Perfetti quise una vez llevar a Elié­cer Calzadilla, amante de las roc­kolas además de excelente con­versador, pero no pasamos del Tropical Room del barrio La Sa­banita hasta que llegó la Guardia Nacional y bajó toda la botillería porque, cosa rara, un lugar tan grato, carecía de licencia.(AF)



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