viernes, 22 de diciembre de 2017

Las Hallacas de Doña Carmen


El nombre de doña Carmen Tinoco de Dugarte corría fluido en 1988 por la ciudad y contagiaba a la gente que venía de fuera y preguntaba dónde queda la calle Pichincha.  Y la gente iba y  encontraba aquella cocina abarrotada de hallacas por todas partes que le hacían por encargo hasta de Caracas y Miami.
            Para satisfacer la constante demanda desde que comenzaba diciembre, doña Carmen se ayudaba con un “Cangrejo” que es un instrumento  de madera de moderna creación para estirar la masa. Anteriormente la masa se estiraba a puro dedo tal cual como se hace con las empanadas, pero es un ejercicio penoso y lento aunque la gente dice que la madera del cangrejo le resta un punto de sabor a la consabida hallaca.
            Carmen hacía hallacas desde que tenía 18 años, Era muy solicitada por los días de diciembre, pues sabía cómo se preparan las hallacas típicas de algunas regiones de Venezuela. En los Andes, por ejemplo, nos dijo cuando la entrevistamos, se acostumbra aplicarle picante crudo y garbanzos a la masa y siempre lleva carne de cochino. En Oriente hacen la hallaca igual que en Caracas y Guayana. No obstante, advierte que hay lugares en Guayana donde el guiso lo preparan con morrocoy y rodajas de papas sancochadas. Por lo general, la hallaca es de gallina, pavo, carne vacuna y cochino. Esto, además de los aliños, encurtidos, cebollas, aceitunas, alcaparras y ese punto, esa sazón muy especial que sabe ponerle la experta dama de la casa con práctica y experiencia en el doméstico arte culinario.
            Carmen aprendió hacer hallacas al lado de Tina Camacho que a comienzos del siglo veinte era muy elogiada por su guiso al igual que lo era por sus dulces la madre de Lourdes Salazar. Para ella hacer hallacas era como un rito que comenzaba el 2 de diciembre y terminaba la víspera de Año Nuevo.
              Doña Carmen era de padres indios nacidos en Calcuta, instalados en Guayana a muy temprana edad. Explotaban una horticultura en las riberas del río San Rafael próximas al Puente Gómez. Ella heredó de ellos la fortaleza, la longevidad y el difícil arte de cocinar que la llevó a tener restaurante, primero en la calle Igualdad del Casco Histórico y luego en la calle Pichincha donde se podía degustar la más variada y surtida comida criolla en ambiente un tanto bucólico animado por dos loros, uno que le da vivas a Copei y otro a Acción Democrática en medio de hilarantes groserías.
Lourdes Salazar que vivía elogiando el queso de Brigidito, el dulce de lechosa de Carmelina, el turrón de merey de las Hermanas de la Sierva y el Amorcito de Helena Palazzi, sabía más por herencia de dulce que de hallacas, pero juraba que no pasaba una Navidad sin comerlas “aunque últimamente han venido perdiendo mucho de su cuerpo y sabor antiguos”. Añoraba las hallacas de Tomasa Jiménez Gambús (madre del anestesiólogo Mario Jiménez Gambas) y las de doña Nieves de Reverón.

            Lourdes, mi vecina, solía comentar que la hallaca de la democracia ha sufrido, como todo en este país, alteraciones en su original proceso de elaboración. La harina precocidad y el aparato de prensar han reducido el proceso, pero les ha quitado el sabor propio que le daba esa labor de ritual tradicional que compromete a todos los miembros del núcleo familiar, desde ir al mercado y escoger  los frutos, sancochar el maíz dos días antes, molerlo, amasarlo con onoto y manteca de cochino, formar las bolitas, preparar luego las hojas de plátano, seleccionar las de tender o las de envolver, hasta el guiso.

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