El primer libro de la periodista Olimpia
Berti Unceín “Los primeros días de la última década” publicado por el Fondo
Editorial Predios en 1995, llegó a mis manos con una dedicatoria de la autora y
hasta ahora, casi veinte años después, no había podido leerlo porque lo suponía
hurtado de mi escritorio. Pero reorganizando mi biblioteca apareció y antes de
que volviera a extraviarse me apresuré a leerlo.
No
se trata de una novela como entonces
suponía sino de un relato de sucesos reales extraídos de la prensa, pero
literariamente tratados para hacerlo más digerible toda vez que aborda hechos
nada gratos como el de los ojos extraídos durante una riña a un sujeto de
nombre Óscar Benítez.
No
sé porque motivo subconsciente me puse a pensar en el color de los ojos del
agraviado y también en el color de los ojos de la colega periodista. La verdad es que no sé de cuál color son
los ojos de Olimpia. Si negros,
castaños, verdes, color de luna o si fueron hechos para su esposo en la
frontera, como dice Neruda. Por
naturaleza suelo ver el bosque en su conjunto sin detallar sus componentes. Me
atrae más la atmósfera envolvente. Habría querido ser como Rafael Alberti ante
los ojos de Picasso o, en todo caso,
como José Berti ¿el abuelo de Olimpia? que andaba por la selva del Alto
Paragua auscultando el alma y los ojos de los Arecunas.
No
pude fijarme con detenimiento en los ojos de Olimpia en tanto tiempo visitándola como colaborador cuando ella con el colega
Arístides Gómez dirigía la revista “Eslabón” de CVG-Interalúmina. Ni cuando viajamos juntos a Mérida, invitados
para conferenciar con el profesor Enrique Plata Ramírez, quien realizaba un
trabajo de investigación sobre la novela de Berti “Hacía el oeste corre el
Antabare”.
En
“Los primero días de la última década” ,
el primer capítulo habla de un monaguense
que en riña le sacaron los ojos con un
destornillador. Una anécdota
despiadadamente cruenta que la colega, con mejor fortuna, habría podido
aprovechar para desarrollar una novela, pero ella prefirió concatenarla con
otros episodios para dar cuenta de la descomposición social de la Venezuela de
aquella década umbral del siglo en curso.
Reflexionando
sobre la muerte en el papel literario de El Nacional, Ludovico Silva, decía
que uno muere tantas veces como
morir vea a otro. Uno vive en carne propia, o de cierto modo somatiza, lo que al semejante le
acontece en un momento circunstancial.
Es un problema humano de alta sensibilidad que le ha podido ocurrir a Olimpia
cuando leyó en el periódico aquel suceso cuya angustia drenó en el primer
capítulo del libro por el cual para su edición se interesó el poeta Pedro
Suárez.
Quedarse
de por vida envuelto en la oscuridad, sin más recuso que la intuición orientativa
y la afinación de los sentidos restantes, es un drama existencial imposible de
superar aún con 300 electrodos de
titanio instalados en el cerebro y una minúscula antena bajo la piel.
El
cuento real así contado en el libro no da cuenta del destino final del
agraviado sino más bien de la
preocupación del juez de la causa por saber el paradero de los globos
oculares. Este a mi manera de ver sería el primer caso de tal característica
registrado en el país y el segundo en el mundo.
El primero habría ocurrido en España, en la cárcel del puerto de
Vallarta cuando Héctor Martínez, de 25 años, que se encontraba detenido, fue agredido de
forma salvaje por otro interno, quien le sacó los ojos.
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