José Martínez
Barrios, celebrado pintor bolivarense, conoció a Edelmiro Lizardi, el dueño del
famoso El Trocadero de Ciudad Bolívar
En frecuentes y amenas conversaciones
en las duras mesas de granito de Juancito El Griego, solía recordar el ambiente
de aquel vestigio remoto de “La Ciudad
Perdida ”: una casa pintoresca con árboles y cuartos de
moriche en el fondo, situada en La Campiña. Por allí pasaron mujeres bellísimas de Mérida, Maracaibo, Valencia, Upata. Uno se
tomaba una cerveza por real y medio. El
tercio costaba 1,25; dos bolívares la media jarra y tres el botellón. Allí el pintor José Martínez Barrios tuvo sus
primeras incursiones en el sexo.
El pintor onírico, anclado en el
claro oscuro de los clásicos, se empató con una merideña que según él era
bellísima y se llamada Juliana y de otra maracucha muy voluptuosa y atractiva. En ese tiempo el artista vivía leyendo libros
de estética, de preceptiva literaria, filosofía y obras románticas. Como los actores de cine, buscaba argumentos
para su vida, temas que lo nutrieran existencialmente.
Martínez Barrios vivía en la calle
Democracia, solo con sus gatos y con su perro.
Sentía un gran amor por ellos y ellos por él visiblemente. Cuando salía y estaba de vuelta, siempre lo
esperaban en la puerta como en un concilio.
Tenía seis gatos: tres grandes y tres pequeños que
luego aumentaron a diez porque encontró en un paraje cercano a su casa cuatro
pequeñitos que los cuidaba en una cajita lo mejor que podía y hasta le compró un
pote de leche y un tetero. Para que sobrevivieran al abandono y el hambre no sabía
de cuantos días.
Había que distinguirlos uno del otro y así al más feo
lo llamó Oso y al más pintado, Tigre. Únicos
machos y los que calzaron nombres. Los machos
se iban de parranda cada noche y regresaban
tarde y tenía Martínez que levantarse a abrirles la puerta.
El 14 de febrero, qué casualidad, se aparecieron con
una amiga y tuvo el pintor que levantarse
corriendo a servirles una lata de sardinas que les encantaba y entonces lo
veían de una manera rara como preguntándole si estaba bravo y él les respondía: “No, chicos, que va, coman y olvídense de lo
demás.”
Martínez era así de tierno con los animales. Los
trataba y cuidaba como niños y era incapaz de molestarse por sus travesuras. En Navidad vestía a los machos con frac y
corbatas de lacito y cenaba con ello en una improvisada mesa aromada y
alumbrada con velas de colores
Cuando tenía por pedimento hacer el retrato de alguna
niña, la calzaba con zapatillas de ballet y a los niños, por más pobre que
fueran aparecían en el lienzo vestido de príncipes. Pero no le fue nada bien el día que un obrero
le llevó a su hijo para que le hiciera un retrato al óleo. El obrero perdió los
estribos y le encasquetó el retrato en la cabeza.
Adolorido se fue a un bar a consumir su pena. Los
gatos parranderos tal vez lo imitaban porque él también nació picado por el
prurito de la bohemia. Cuando debutó en la Casa de la Cultura con sus cuadros,
no quedó uno solo guindando en los muros de la exposición. Todos se vendieron la primera noche y por
primera vez en su vida de pintor Martínez se vio con los bolsillos llenos. Una tía que al poco tiempo falleció me decía:
“Américo, aconseja a ese muchacho porque ya no soporto las goteras. Mira cómo está ese techo con las tejas
rodadas y el comején devorando la cañabrava ¨
Claro, la doña supo del éxito pecuniario de la exposición, pero Martínez
durante tres días estuvo ausente de su casa viviendo la fantasía de un artista
generoso ya no en El Trocadero de Edelmiro Lizardi, sino en una tasca de la
calle El Porvenir llamada “La
Españolita ” y otros lugares nocturnos donde ensayó con todas
las bebidas exóticas del momento. (AF)
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