Pretendía en la ocasión explorar zonas distintas a las ya exploradas por él,
siempre en busca de un río con lecho dorado que Jimmy Ángel dijo haber visto en
uno de sus arriesgados vuelos en 1937.
Laime vivía convencido y obsesionado de
la existencia de ese río dorado y respondía cuando era interrogado: “Yo creo que hay algo. Hay formaciones que me llevan a creer que
existe oro en el Auyantepuy, pero la Meseta es inmensa, 440 kilómetros
cuadrados, y difícil de explorar. Hay
desniveles, piedras de todos los tamaños como estatuas o monumento
megalíticos., precipicios, numerosos ríos, ciénegas que hacen casi imposible
cualquier exploración.”.
Contaba Laime que en la Meseta existen
formaciones rocosas donde la voz se repite en eco hasta siete veces durante
diez segundos. Él cada vez que sube
juega con el eco como un niño. Le
encantaba que la montaña repitiera su nombre y estaba preparado para morir en
ella.
A la
exploración de esa meseta misteriosa y alucinante, donde las precipitaciones
son intensas y frecuentes las tormentas, dedicó la mayor edad de su vida
Alejandro Laime y había sacrificado hasta entonces quince años de su profesión
de ingeniero civil. Quince años sin
ejercer la profesión por estar metido en la selva buscando el Dorado que nunca
pudo encontrar Sir Walter Raleigh ni siquiera al precio de su cabeza y de la
sangre de su hijo.
En noviembre de 1970 cuando conversé
con Laime me dijo que no sabía cuánto
tiempo estaría esa vez sobre el Auyantepuy.
Llevaba buena carga de bastimento en avión con destino a la Misión
Indígena de Kamarata y desde allí caminaría a pie durante nueve días hasta
encontrarse con su destino.
Su destino fue la ultimidad porque no
volvió más. Venir de Letonia hasta
Guayana en busca del Dorado, después de haber renunciado al ejercicio de la
profesión de ingeniero, es inconcebible para un simple mortal del siglo
veintiuno aunque todavía hay muchos que juegan a la lotería a la espera de un
golpe de suerte que muchas veces, más que fortuna, le trae miseria, miseria del
cuerpo, miseria del alma, miseria convertida en decepción en frustración.
Alejandro Laime fue un iluso como
tantos que desde la época de la conquista entregaron su vida a la voracidad de
la selva a cambio del metal que por siglos a deslumbrado a la humanidad. Tal
vez halló algunas pepitas o cochanos aluvionales entre los cursos de agua de la
gran meseta, pero apenas si le valieron para dar pábulo a su fantasía, la misma
que embriaga y ha embriagado a muchos hasta el punto de creer que la sentencia
perversa de Atahualpa contra su hermano Huáscar jamás fue cumplida y que Huáscar huyó con sus tesoros por la inmensa amazonía
hasta internarse en la orinoquia guayanesa.
Por aquí han venido gente y yo la he visto en
el curso de mi vida reporteril, en busca de la ciudad dorada supuestamente
fundada por Huáscar y que también obsesionó al Indio de Camurica (Juan Bolívar) que con ese
fin aprendió a volar helicópteros para nunca encontrar nada sino la muerte en
un accidente de tránsito cuando todo el mundo suponía que sería en un siniestro
aeronáutico por sus constantes vuelos rasantes por junglas y mesetas.
Tal vez esa forma de vellocino de oro
que tanto buscan los ilusos, esté, como
en la mitología griega, en un bosquecillo sagrado custodiado por dragones. Habría entonces que buscar a la hechicera
Medea para que mediante un sortilegio duerma a los dragones y se acabe el cuento.
Alejandro Laime destaca entre los primeros exploradores de Canaima junto con Jimmie Ángel, Ruth Robertson y Charles Boghan. (AF)
Alejandro Laime destaca entre los primeros exploradores de Canaima junto con Jimmie Ángel, Ruth Robertson y Charles Boghan. (AF)
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