Creyendo que ya
era el momento de la ejecución, su guardián el Capitán Juan José Conde le
preguntó si quería que le llamase algún sacerdote. No respondió y fijos
los ojos en el Crucifijo que estaba sobre la mesa del cuarto de prisión y,
exclamó:
-Hombre salvador, esta tarde estaré contigo en tu mansión. Ella es la de
los justos. Allá no hay intriga, no hay falsos amigos, no hay alevosos...
A ti los judíos te crucificaron, tú mismo sabes por qué, y yo...y yo...por
simplón voy a ser fusilado esta tarde. Tú redimiste al hombre, y yo
liberté a este pueblo ¡Qué contraste!
Y dirigiéndose al Capitán, le dijo:
-Capitán Conde, yo habré sido, no lo dudo, fuerte en reprender a mis
subalternos; pero ¿cuál es el que mande que no tenga sus actos de
arrebato? Mas, en mi interior jamás he guardado ningún rencor, mi corazón
nunca ha sido malo como los que me han vendido y condenado. Yo los
perdono, y también pido perdón a usted por las impertinencias que de mi haya
sufrido.
Traído el almuerzo, nada le apeteció. Sólo de cuando en cuando pedía
sangría. Como a las once y media, tomando una esclavina que usaba, le
dijo al Capitán:
-No tengo un grande uniforme que ponerme para morir como Ney, pero me basta
esta esclavina –y poniéndosela, preguntó: ¿Qué le parece, Capitán?
-Déjese de eso por Dios, General. Piense sólo en su alma.
-Dice usted bien Conde, que venga el Provisor porque ese viejo me parece ser
hombre de los más racionales de su oficio.
Vino pronto el Prelado, lo confesó y se retiró meditando con la mano derecha en
el pecho. Piar, entonces, le encargó al Capitán le avisase cuando fuese
la hora y éste a las cinco, le dijo:
-Es la hora, General!
Sin decir palabra, el General tomó el Crucifijo, se hincó, rezó y lo
besó. El Provisor que no se había ido lo acompañó hasta la puerta de la
calle donde volvió a hincarse, oró de nuevo, entregó el Crucifijo y marchando
sereno hacia la muerte pronunció su última frase:
-¿Con que no me permiten mandar la escolta?
Llegado al lugar indicado, al pie de la bandera del Batallón de Honor,
oyó de nuevo la sentencia, pero esta vez con aire despreciativo, hundida de
costumbre la mano en el bolsillo, moviendo el pie derecho y girando su mirada
sobre el paisaje humano.
El Capitán Conde trataba de colocarle una venda que arrebataba y lanzaba al
suelo. A la tercera vez, el General Manuel Piar no insistió sino que
abrió su esclavina y el pelotón de fusileros pudo disparar directo al pecho
descubierto.
En la plaza de
Angostura, a 16 de octubre de 1917.-7º.-Yo el infrascrito Secretario, doy fe
que en virtud de la sentencia de ser pasado por las armas, dada por el Consejo
de Guerra, S. E. el Gral. Manuel Piar, y aprobada por S. E. el Jefe Supremo, se
le condujo en buena custodia dicho día a la plaza de esta ciudad, en donde se
hallaba el señor general Carlos Soublette, Juez Fiscal, de este proceso, y
estaban formadas las tropas para la ejecución de la sentencia, y habiéndose
publicado el bando por el señor Juez Fiscal, según previenen las ordenanzas,
puesto el reo de rodillas delante de la bandera y leídosele por mí la sentencia
en alta voz, se pasó por las armas a dicho señor General Manuel Piar, en
cumplimiento de ella, a las 5 de la tarde del referido día; delante de cuyo
cadáver desfilaron en columna las tropas que se hallaban presentes, y llevaron
luego a enterrar al cementerio de esta ciudad donde queda enterrado; y para que
conste por diligencia lo firmó dicho señor con el presente Secretario .---
Carlos Soublette.—Ante mí, J. Ignacio Pulido,
Secretario.
Allí en la Plaza Mayor de Angostura sobre la tierra húmeda y musgosa de la
tarde quedó tendido con todas sus cualidades y defectos el Héroe de San Félix.
El
“cementerio de esta ciudad” a que se refiere el acta de ejecución, era un sitio
que más que cementerio propiamente concebido, parecía un corral cercado con
“cardones de España”, muy verdes y prolijamente enrevesados. Por eso el
pueblo lo llamaba “Cementerio del cardonal”.(AF)
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