La cachapa es una gustosa y blanda tortilla de maíz
tierno que aunque el grano de la mazorca sea blanco, ella siempre será amarilla
como el crepúsculo vespertino del Orinoco.
No se sirve la cachapa en la mesa como la mágica zapoara, el
pastel de morrocoy o el carapacho de tortuga, cada cierto tiempo, es decir, por
temporada. La cachapa es de siempre, por siempre y sin tregua, gracias al
prodigio del maíz capaz de reproducirse cada noventa días.
Cada grano es polen caído desde el penacho hasta el estigma,
proceso biológico desde que el cereal germina en el humus, se vuelve tallo,
hoja, flor, espiga, mazorca desgranada, molida y extendida sobre el budare con
todos los ingredientes gastronómicos que le dan ese olor, textura y sabor
propios de los manjares de los dioses.
Primero fueron los tamales envueltos en hojas de plátanos y
luego la clásica arepa llevada al extremo prematuro de la cachapa criolla
aunque menos mestiza que la hallaca devenida del tamal. La envuelta
hallaca de diciembre de cuyo mestizaje, ya en piel y sangre estuvo
orgulloso el inca Garcilaso de la Vega.
El maíz siempre ha sido sustentable y sostenido a pesar de
las plagas que invaden los sembradíos y de los asesinos de Gaspar Ilóm. El está presente en los códices y
jeroglíficos de los aztecas, los incas y los mayas y en la esencia cosmogónica
del Popol Vuh.
Cuando uno va al rancho de don Natalio para envestirle con
hambre de chacalote a una buena cachapa con queso fresco y carne a la brasa,
mil leyendas pasan por la mente en el lapso ansiado de la espera. Hernán Cortés apaciguando su hambre de oro
con un tamal hallado en el trono de Moctezuma o a su lugar teniente Diego de
Ordaz con unos granos de maíz en su faltriquera tratando de engañar a los indígenas
del Orinoco.
Estos conquistadores conocieron de inmediato la importancia
del maíz y lo llevaron a sus regiones de origen. Sólo dejaron por ser inajenables las
leyendas, ritos y sacrificios ante las
divinidades para que enviaran la lluvia a fertilizar los campos escogidos para
las plantaciones.
Esto ocurría en México al igual que en Centro América y los
Andes donde la leyenda exaltaba el origen de la gramínea. Según una leyenda sudamericana, la primera
planta de maíz llamada abati en lengua
guaraní, había nacido cuando un guerrero aborigen decidió sacrificarse para
aplacar la ira del dios Tupá, cuyo culto había descuidado el pueblo. El guerrero se ofreció al dios en holocausto
y fue enterrado con gran pompa en una fosa, de la que sólo sobresalía su nariz,
y, precisamente, de allí nació a poco una planta desconocida cuyo fruto era una
espiga de granos amarillos que los indígenas llamaron Abati (nariz) y que era
el maíz.
Asimismo, por las
regiones de Perú y Bolivia se relataba que una vez, cuando dos pueblos vecinos
se hallaban en guerra, una indígenas joven y hermosa fue herida de muerte por
la flecha que disparó su padre para matar al joven guerrero del pueblo vecino
que la amaba. La niña muerta fue enterrada y el mancebo inconsolable iba a
llorar sobe la tierra que cubría el cuerpo de su adorada, con tal abundancia de
lágrimas que la tierra empapada se abrió repentinamente y el cuerpo del
torturado amante cayó sepultado junto al cuerpo de la amada. Misteriosamente y bajo el asombro de toda la
comunidad, de aquella tumba húmeda y fría brotó la generosa y altiva planta en
cuyo fruto la mazorca el pueblo veía resucitada o representada la sonrisa de la
bella indígena. La mazorca con su
perfecta fila de granos blancos, mondos y redondos como sonrisa plena y
abierta; la cabellera figurada en la barba de la espiga y la flecha homicida en
el tallo con sus largas hojas puntiagudas de transversales nervaduras. (AF)
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