Mara Vitanza, la llamada “maestra ceramista de Angostura”, falleció este domingo en la noche en su residencia de la avenida Próspero Reverend, al lado de la piscina olímpica. Su última exposición ocurrió el año antepasado en la Sala Múltiple del Museo de Arte Moderno Jesús Soto, Allí dio a conocer su más reciente producción de barro y fuego para cerrar el ciclo de su periplo de artista con broche de terracota y gres iniciado en Florencia hacía más de cincuenta años.
Ya estaba, como quien dice, en la etapa última de su vida y no quería irse sin dejar la impronta de su arte en la memoria de los bolivarenses. La impronta de lo que fue capaz de hacer con la arcilla de las milenarias tierras del Orinoco.
En su espaciosa casa de la calle Maracay vivió y trabajó durante muchos años dibujando, pintando, modelando el barro y exigiéndole al fuego lo que debía dar para que la obra fuera feliz.
Mara no sólo era florentina por haber nacido hacía más de siete decenios en aquella tierra etrusca, sino fundamentalmente porque era artista. Florencia es desde que fue república de los Medici, centro artístico y literario de renombre. Pero Mara Vitanza era guayanesa porque, aunque vino de allá, “maturista artística”, fue aquí donde se realizó tal como su esposo, Francisco Vitanza, cuando vino al país para junto con Gabaldón combatir la malaria que estaba diezmando a Venezuela.
Primero vivió en Barinas donde nació Ricardo y luego en Maracay donde advino Roberto, siguiendo a Maturín donde nació Darío. No tuvo hijo guayanés. Sus únicos hijos angostureños fueron su arte y su ‘Reinita’, un diminuto pájaro que fabricó su nido en la colgante araña de cristal sin importar la gente ni el titilante reflejo de la luz. ¿Cómo puede un pajarillo atravesar una rejilla de dos centímetros cuadrados para llegar hasta la sala de la quinta a hacer su nido?
Mara encontraba la explicación en su acendrado amor por los pájaros y eso se advertía en la predominante temática de su obra. Los pájaros están allí, desde el pichón hambriento que aletea y grita su hambre a todo pulmón hasta el que se encuentra sumergido en ese lenguaje abstracto de la forma a lo Henry Moore.
En Guayana Mara encontró la paz que el Duce Benito Mussolini le negó a su patria cuando entró en alianza con el III Reich. Esa patria toda península sembrada en el Adriático quedó maltrecha por las bombas de la II Guerra Mundial. Afortunadamente Roma, Venecia y Florencia fueron aceptadas como ciudades abiertas, pero una que otra vez los equívocos malograron los términos de la excepcionalidad y tres veces en Florencia las nubes de bombarderos aliados taparon el Sol y oscurecieron la ciudad. Mara quedó viva de milagro. ¿Uno de esos mil dioses mitológicos que rigieran la vida de las dos grandes penínsulas mediterráneas la salvó, o, acaso, fue el Dios de todos los dioses el que hoy está con ella? Tal vez. Lo cierto es que estuvo aquí en Ciudad Bolívar modelando la realidad de la materia que no es la que todo el mundo ve sino la que ella percibió con sus propios mecanismos nerviosos, humorales y biocatalizadores, en fin, con sus vibraciones que vienen del propio cosmos con el cual estuvo empatada desde su nacimiento.
Vivió enamorada de Ciudad Bolívar. Un día me dijo, “la gente de Ciudad Bolívar tiene un encanto natural fascinante, es como el agua fluida de su gran río, le discurre a uno por todo el cuerpo y uno se siente entonces como en paz con todos y con uno mismo. Por eso lo que soñé y modelé nunca fue mío. Lo entregué todo a mis alumnos de la Escuela Alejandro Colina que fundé
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