No hizo otra cosa en su vida que repartir cartas, vender periódicos y terminar siendo librero de los buenos y más prósperos. Descubrió el mundo para los demás a través del libro que ofrecía desde la “Librería Venezuela”, establecimiento que fundó en la calle de su nombre entre lo que era entonces “Morales y Luces” del sacerdote Mirco Falé y la Oficina del Correo de Ciudad Bolívar.
La Librería Venezuela fue importante desde entonces gracias a la constancia y pasión de su dueño y que en cierto modo vino a llenar el vacío dejado por la Librería Hispana de los Requesen.
Vender libros, desde la época más antigua es oficio por demás reconfortante para el intelecto y el espíritu, pero con sus naturales vicisitudes. Tiene sus contratiempos como cualquier otro oficio cuyo éxito depende del crédito nunca cómodo en un país tan económicamente dependiente y fluctuante como el nuestro, de la regularidad de una demanda siempre alterada por la competencia y la inflación, de la capacidad de sacrificio que tenga el librero para resistir ajenas exigencias a su oficio; del aprovechamiento del tiempo libre en la lectura para conocer mejor el producto que ofrece y del buen humor, tolerancia y amabilidad con una clientela heterogénea y diversa.
De Pedro Vicente Gómez podemos decir que reunía esas cualidades y allí su éxito y su fama de buen librero. Un buen librero que comenzó prácticamente de la nada, siguiendo la vocación de su padre Juan Vicente Gómez que era tipógrafo de la Librería Hispana y que entonces, inicialmente, él se refugiaba en el oficio de cartero.
Pedro Vicente Gómez fue distribuidor de las publicaciones de la Cadena Capriles durante largo tiempo y en los años sesenta, a solicitud de Capriles, me propuso desempeñar la Corresponsalía. No tenía experiencia del reporterismo de calles. Era sólo conocido como columnista aficionado de los diarios El Luchador y El Bolivarense. Acepté con sueldo de 400 bolívares y debía enviar las informaciones por triplicado que luego la Cadena distribuía entre Élite, Ultimas Noticias y La Esfera cuando era dirigida por Óscar Yánes (Chivo Negro). De allí salté a El Nacional para sustituir a José Luis Mendoza, quien pasó a otro destino.
Pocos días antes de morir a consecuencia de una cirrosis renal me mandó a buscar con su esposa (era casado en segundas nupcias) para poner en mis manos personalmente un libro sobre la monarquía en América (“Fernando VII y los nuevos estados”) del académico Carlos Villanueva, así como un material sobre el Congreso Anfictiónico de Panamá.
En aquella ocasión de octubre de 1991, le propuse escribir sobre él y le pregunté cómo quería que lo diera a conocer. Como comerciante, masón, directivo de la Cámara de Comercio o simplemente como librero. Me contestó, que le gustaba más lo de “librero” aunque en nuestro país ser librero es un oficio que, por lo menos oficialmente, no existe. Por ejemplo, cuando nos toca llenar cualquier planilla aparecen cientos de profesiones, oficios y ocupaciones, menos la de librero. Se preguntaba y preguntaba cómo era posible que en un país donde hay cientos de librerías, la mayoría de las personas no sepan que hay gente que se dedica a este oficio, tan importante como el de bibliotecario, maestro, archivero, cartero o pregonero; un oficio que en algunos países es una profesión, tan respetada como la de médico o ingeniero.
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