Guillermo, el hijo del
campanero, apenas contaba 14 años y su entusiasmo mayor era montar voladores en
tiempo de cuaresma cuando la brisa del Este encuentra en el Orinoco cause
abierto para soplar las velas de las frágiles embarcaciones fluviales.
A veces es el viento barinés que viene desde los valles de
Santo Domingo a cambiar el rumbo de los aviones que aterrizan en el aeropuerto
de Ciudad Bolívar, pero que también sirve para elevar los voladores, cometas,
papagayos o, papelotes, como lo llaman los mexicanos.
Ser hijo del campanero era hasta cierto punto un privilegio
en los años cuarenta porque allá arriba sobre el tejado que cubre las naves
arqueadas de la Iglesia Catedral
se podía subir utilizando los escaños de la torre e izar bien alto los
voladores.
Una tarde veraniega Guillermo estaba tan emocionado
aprovechando la fuerza sostenida de la brisa que se fue con su volador
siguiendo el rastro ondulado del tejado que conduce hacia la claraboya de
cristal hasta que sin siquiera presentirlo hizo trizas con sus pies descalzos
la ventana trasparente y cayo como una ofrenda sobre el altar mayor levantando
las rodillas de la feligresía allí orando al silencio interrumpido por el ruido
brusco y sordo de la muerte.
El trágico suceso conmovió hondamente a la ciudad entera y
nunca las campanas hicieron sentir más nítido, dolido y sonoro el badajo contra
el bronce fundido hacía tantos años en alguna forja catalana.
“Murió trágicamente Guillermo, el hijo del Campanero, el
hijo predilecto del Sacristán que bautizó Dámaso Cardozo y confirmó Monseñor
Miguel Antonio Mejía”, fue la queja dolida y resignada de las esquinas y
vecinos.
El volador de Guillermo también feneció con su cuerda y rabo
de hilachas enredado en el ramaje de la arboleda de la plaza. Desde entonces los muchachos renunciaron a las azoteas como habían
renunciado a las calles sembradas de postes tensados de tendidos eléctricos y
se refugiaron en los playones veraniegos del Orinoco a riesgo de quedar también
atrapados sus voladores por las jarcias de los barcos surtos o anclados en el
puerto.
El campanero después no pudo sostenerse sobre los escaños
ascendentes de la torre del campanario. El mundo aprisionado en su cerebro se
le colaba por la caverna oscura del campanario
hasta caer en el desmayo que lo
depositaba sobre los huesos tiernos de Guillermo. Su mujer lo revivía con yerbas y la fregosa
surtida por sus vecinos. Así se eternizó
en la espera de que algún día resucitara con la fuerza espiritual que le
insuflaban los sacerdotes de la iglesia y la energía piadosa de la
feligresía. Pero nunca ese día llegó
sino cuando ya no pudo más afinar los oídos para que entrara de lleno el
redoblar incesante de las campanas en cuyas ondas saltaba el volador empinado
de su hijo.
Nunca el sermón alusivo del Vicario fue más enternecedor y
elocuente. Se imaginó centenares de
voladores cortejando a Guillermo en su viaje por el cielo. La historia trajo a su mente al notable sabio
del helenismo, Aquitas de Tarento, que
se trepaba en las rocas a poner a prueba su invento. Recordó también al
guerrero asiático Han Sin que lo
concibió con fines bélicos, y a Franklin para probar que los rayos tenían mucho
que ver con la electricidad. Hasta aquí
mismo en el Orinoco, el bachiller Ernesto Sifontes quiso utilizar los voladores
como objetos aerostáticos para sus investigaciones meteorológicas, pero ninguno
tuvo el resultado trágico que segó la vida temprana de Guillermo, el hijo
predilecto del campanero.(AF)
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