El Colegio que lleva y honra el nombre de la
ciudad, hoy por hoy, es uno de los establecimientos
educacionales, desde el preescolar hasta el bachillerato, más importantes del
Estado, y pensar que nació con niños vecinos debajo de una frondosa mata de mango en
el patio de la vivienda de su fundadora doña Ligia Mederico, oriunda de El
Palmar, donde se inició como maestra rural.
Entonces la escuela quedaba distante de su casa de bahareque y allá
tenía que ir diariamente trotando en un burrito parecido seguramente al Platero
de Juan Ramón Jiménez.
Tuve la grata oportunidad por los años sesenta
de conocer a la maestra cuyas Memorias testimoniales fueron escritas por los estudiantes del noveno año Irenia Rivero,
Bernys Vivas, Carlos López y Juan Carlos Rodríguez y que tuve el honor de
prologar y bautizar con la doctora en educación Decci Plaz.
La iniciativa de estos muchachos,
estimulada y asesorada por los directivos del plantel, ocurrió porque a la
maestra doña Ligia Mederico no le alcanzó el tiempo para escribir las memorias
que el ser humano innatamente desea para dejar constancia de su paso por la
tierra. Seguramente tuvo la intención de
hacerlo, pero la exigencia del deber asumido, por vocación y obligación, de
instruir, de enseñar, de educar, era
tanta que siempre lo fue aplazando sin recordar o conocer el símil de la vela
según el cual el maestro es como una
vela encendida que a medida que va difundiendo su luz va difuminando su
existencia.
Se cumplió su ciclo vital y lo que hizo, sintió y
vivió en vida no quedó en la palabra impresa sino en la memoria frágil de sus
descendientes, de sus allegados, de sus amistades y discípulos que quisieron de esta manera rescatar lo virtualmente perdido, no para recreación
egocéntrica de quien tuvo la iniciativa por imperativo de la sangre, sino para
que sirva de modelo o paradigma de lo que significa la abnegación magisterial.
La abnegación magisterial es el
resultado de andar por un camino arduo que compromete al ser humano a servir
con diligencia, bondad y espíritu holgado, a los hijos que llegan de cualquier
parte en busca de ayuda para crecer en el mundo convencional. Crecer en mente y alma acerando la
voluntad, cultivando la inteligencia en el campo del conocimiento y despegando
hacia otros horizontes posibles.
No todo el mundo sabe andar por ese
camino porque no todo el mundo está dotado de entereza y sabiduría innata.
Ligia Mederico estaba dentro de la excepción del conglomerado humano donde
vivía. Estaba predestinada toda vez que
no la aturdía las distancias, la escasez y rusticidad del medio. Y si alguna vez flaqueó en el curso del
camino, pudo asimilar las flaquezas y reanudar la esperanza aprovechando
coyunturas eventuales que sólo la intuición sabe determinar venciendo el temor
del riesgo.
Lo tradicional es que el hombre
representa la fuerza y la seguridad y a esa concepción tan común en aquellos
tiempos se apegó su fragilidad de mujer
no logrando sino cargas que aún tan pesadas no resquebrajaron su voluntad
inspirada en la resistencia a toda
prueba.
A lo mejor los requerimientos políticos
la socorrieron, le sirvieron sin saberlo quizá, y pudo conquistar espacios para
que las familias pudieran sentir a sus hijos crecer con seguridad bajo su
magisterio.
La mujer pudo superarse porque a medida
que se esforzaba por enseñar, aprendía de su propia experiencia escolar y de la
experiencia de sus maestros verticales y también de los colaterales en un
constante intercambio dialéctico que la llevó después de su jubilación a fundar
con la ayuda de sus hijas todas docentes a fundar el Colegio que hoy está entre
los primeros por su calidad, aporte social, disciplina y proyección del
gentilicios bolivarense.
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