En febrero de 1931 cuando
Rómulo Gallegos llegó a Ciudad Bolívar en busca de material para su novela
“Canaima”, trató y conoció a numerosos tipos que con nombres diferentes
introdujo en su narración novelesca, entre ellos, el Conde de Sedrano Antonio
G. Cattáneo Quirin (en la foto), personaje insólito que abandonó los palacios
reales de la península itálica para
internarse en la selva de Guayana.
Gallegos, a solicitud suya, fue invitado por el Presidente
del Estado, doctor José de Jesús Gabaldón y su Secretario General de Gobierno,
el upatense Toribio Muñoz, quien le presentó al ganadero Rafael Lezama (en la novela Manuel Ladera) para
que le sirviera de baquiano por todos los caminos, hatos y pueblos del interior
de Guayana.
Para ese año, el Conde Cattáneo contaba 51 años de edad y prestaba servicio en la Gobernación del
Estado, primero como Inspector de Obras Públicas y Director de Sanidad. También como Jefe del Batallón Rivas No. 7
para combatir la cuarta invasión del general Arévalo Cedeño. Había ocupado
otros cargos relevantes aquí y en varios puntos de Venezuela, desde la época de
Cipriano Castro hasta 1970 cuando falleció, dado su rango militar de carrera,
jefe de caballería en Italia y Capitán de
Cosacos en Siberia. Incluso recorrió
todos los países de América y peleó en Nicaragua al lado del General Santos
Zelaya.
Gallegos lo asume en su novela como el Conde Giaffaro, a
quien Marcos Vargas, el protagonista, solía visitar los domingos atravesando el
río Guarampín. Misterioso, carilarga y
desgalichado, a quien la edad ya lo hacía tartamudear, lo describe Gallegos mientras Marcos Vargas
quería que el Conde le hablara de su vida anterior, que le explicara por qué
había decidido internarse para siempre en aquella selva. En la novela el Conde vive solitario en una
casa rústica, pero confortable, con huerta y jardín cultivados en medio del
bosque bravío y con la momia de un indio que siempre lo había acompañado.
¿Decepciones? ¿Cansancio del mundo civilizado? ¿Fastidio de
haberle dado la vuelta al mundo varias veces? -pregunta Marcos Vargas y el
Conde movía negativamente la cabeza y se quedaba mirando al criollo curioso,
largo rato con sus ojos saltones…El Conde sonreía inexpresivamente, mostrando
sus diente largos y ennegrecidos por la nicotina.
Lo que Gallegos inquirió del Conde, puesto en el talante de Marcos Vargas, es lo que sicólogos modernos aconsejan a quienes sufren
intoxicación de la psiquis, drenarse gritando a todo pulmón. “Hay que cuidarse
haciéndose curas periódicas, abriéndole válvulas de escape a las inmundicias
que se van acumulando dentro del alma a fin de que no lleguen a intoxicar por completo y para esto no hay
nada tan bueno como la selva. Trate
usted su alma como una caldera de vapor, vigile los aparatos registradores de
la presión y cuando advierta que ésta pone en peligro la integridad de aquella,
gire el obturador sin falsos escrúpulos y abra la válvula al grito de Canaima. Deje
que los demás se pierdan en conjeturas acerca de lo que significarán esos
silbatos del alma. Usted sabe lo que
significa y eso basta”, aconsejaba el Conde y Marcos Vargas llegó desde ese
momento a comprender lo que ocurría
dentro de él luego de haber dado muerte por venganza al sicario sanguinario
Cholo Parima.
Bajo una tempestad, internado en la selva, se desgarra las
vestiduras y desnudo como Dios lo echó al mundo entra en plena comunión con las
fuerzas telúricas y trata de purificar su alma tal como periódicamente lo hacía
el Conde Giaffaro convertido desde entonces en misteriosa leyenda en boca de
los purgüeros del Cuyuni y el Orinoco. (AF)
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