viernes, 21 de enero de 2022

LA INGRATA AVENTURA DE MIS PATINES

Yo tuve un par de patines que me regaló Américo Albornoz Martínez cuando ambos éramos monaguillos del padre Agustín Costa, párroco de La Asunción, capital del Estado Nueva Esparta, que amaba tanto a los niños como San Juan Bosco. Américo Albornoz estudiaba sexto grado con el profesor Luis Pibernat y yo cuarto grado con la maestra normalista Nuncia Villaroel en el Colegio de Varones Francisco Esteban Gómez. Cuando su hermano mayor se graduó de médico en Caracas mando a buscar a los hermanos para que continuaran allá sus estudios y antes e viajar mi tocayo me regaló sus patines que yo cargaba para todos partes. Una vez me fui de vacaciones a la isla de Coche y rodaba con mis patines en la única calzada que tenía la isla, ubicada al lado de la Iglesia. Allí varias veces sobre mi pierna derecha calzada de patín paseaba al niño Víctor Salazar que ya adolescente, llegó a ganar el primer premio de poesía latinoamericana. Cuando viaje a Caracas a estudiar me lleve mis patines y en las madrugadas de diciembre era uno los tantos ruidosos patinadores del Conde Este 10 Bis cerca del Puente Mohedano. Una madrugada decembrina me pegué del chasis de un camión estaca que pasaba y rodando, rodando, caí en una alcantarilla y me lesioné gravemente una de las rodillas. Mi prima Carmen Verónica Coello que era médico residente del Centro Médico del Seguro Social cargó conmigo y me inyectó una antitetánica. Mi Tía Regina toda preocupada tomó mis patines y los lanzo al río Guaire que discurría por detrás del patio de la casa-quinta. A veces me subía a la azotea para ver si por arte de magia flotaban mis patines. Un día de la estación lluviosa el Guaire que siempre discurría turbio, pero tranquilo, se desbordó de repente y creí que mis patines al fin flotarían ¡Qué decepción! Un vecino, tan ingenuo como yo, me dijo que seguramente la impetuosa corriente desbordada los hizo rodar hasta “el mar que es el morir”, como dice el poeta de la madre patria, Jorge Manrique. (AF).

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