Lourdes Salazar que vivió elogiando el queso de Brigidito Natera,
el dulce de lechosa de Carmelina, el turrón de merey de las Hermanas de la
Sierva y el Amorcito de Helena Palazzi, sabía más por herencia de dulce que de
hallacas, pero juraba que no pasaba una Navidad sin comerlas “aunque
últimamente han venido perdiendo muchos de su cuerpo y sabor antiguos”. Añoraba
las de Tomasa Jiménez Gambús y las de doña Nieves de Reverón.
Lourdes comentaba que la hallaca de la democracia ha sufrido,
como todo en este país, alteraciones en su original proceso de elaboración. La
harina precocidad y el aparato de prensar han reducido el proceso, pero les ha
quitado el sabor propio que le daba esa labor de ritual que comprometía a todos
los miembros del núcleo familiar, desde ir al mercado y escoger los frutos, sancochar el maíz dos días antes,
molerlo, amasarlo con onoto y manteca de cochino, formar las bolitas, preparar
luego las hojas de plátano, seleccionar las de tender o las de envolver, hasta
el guiso y las rodajas de huevo, las aceitunas y alcaparras que cada quien iba
por turno colocando sobre la masa tendida. Luego de todo este proceso que
comprometía a cada miembro de la familia, venía la cocción, el degustar y el
intercambio de hallacas entre vecinos y amistades en una sutil suerte de
competencia para decir al final, entre gustos y maneras, quien la hacía mejor.
Cada año había una familia que tenía mejor suerte en la sazón y así como cada
región de Venezuela alaba su hallaca, asimismo cada familia elogia la suya y es
corriente oír decir en estos tiempos “Hallacas como las de mamá, ninguna” (AF)
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