El nombre de doña Carmen Tinoco de Dugarte
corría fluido en 1988 por la ciudad y contagiaba a la gente que venía de fuera
y preguntaba dónde queda la calle Pichincha.
Y la gente iba y encontraba
aquella cocina abarrotada de hallacas por todas partes que le hacían por
encargo hasta de Caracas y Miami.
Para
satisfacer la constante demanda desde que comenzaba diciembre, doña Carmen se
ayudaba con un “Cangrejo” que es un instrumento
de madera de moderna creación para estirar la masa. Anteriormente la
masa se estiraba a puro dedo tal cual como se hace con las empanadas, pero es
un ejercicio penoso y lento aunque la gente dice que la madera del cangrejo le
resta un punto de sabor a la consabida hallaca.
Carmen
hacía hallacas desde que tenía 18 años, Era muy solicitada por los días de
diciembre, pues sabía cómo se preparan las hallacas típicas de algunas regiones
de Venezuela. En los Andes, por ejemplo, nos dijo cuando la entrevistamos, se acostumbra
aplicarle picante crudo y garbanzos a la masa y siempre lleva carne de cochino.
En Oriente hacen la hallaca igual que en Caracas y Guayana. No obstante,
advierte que hay lugares en Guayana donde el guiso lo preparan con morrocoy y
rodajas de papas sancochadas. Por lo general, la hallaca es de gallina, pavo,
carne vacuna y cochino. Esto, además de los aliños, encurtidos, cebollas,
aceitunas, alcaparras y ese punto, esa sazón muy especial que sabe ponerle la
experta dama de la casa con práctica y experiencia en el doméstico arte
culinario.
Carmen
aprendió hacer hallacas al lado de Tina Camacho que a comienzos del siglo
veinte era muy elogiada por su guiso al igual que lo era por sus dulces la
madre de Lourdes Salazar. Para ella hacer hallacas era como un rito que
comenzaba el 2 de diciembre y terminaba la víspera de Año Nuevo.
Doña Carmen era de padres indios nacidos en
Calcuta, instalados en Guayana a muy temprana edad. Explotaban una horticultura
en las riberas del río San Rafael próximas al Puente Gómez. Ella heredó de
ellos la fortaleza, la longevidad y el difícil arte de cocinar que la llevó a
tener restaurante, primero en la calle Igualdad del Casco Histórico y luego en
la calle Pichincha donde se podía degustar la más variada y surtida comida
criolla en ambiente un tanto bucólico animado por dos loros, uno que le da
vivas a Copei y otro a Acción Democrática en medio de hilarantes groserías.
Lourdes Salazar que vivía
elogiando el queso de Brigidito, el dulce de lechosa de Carmelina, el turrón de
merey de las Hermanas de la Sierva y el Amorcito de Helena Palazzi, sabía más
por herencia de dulce que de hallacas, pero juraba que no pasaba una Navidad
sin comerlas “aunque últimamente han venido perdiendo mucho de su cuerpo y sabor
antiguos”. Añoraba las hallacas de Tomasa Jiménez Gambús (madre del
anestesiólogo Mario Jiménez Gambas) y las de doña Nieves de Reverón.
Lourdes,
mi vecina, solía comentar que la hallaca de la democracia ha sufrido, como todo
en este país, alteraciones en su original proceso de elaboración. La harina precocidad
y el aparato de prensar han reducido el proceso, pero les ha quitado el sabor
propio que le daba esa labor de ritual tradicional que compromete a todos los
miembros del núcleo familiar, desde ir al mercado y escoger los frutos, sancochar el maíz dos días antes,
molerlo, amasarlo con onoto y manteca de cochino, formar las bolitas, preparar
luego las hojas de plátano, seleccionar las de tender o las de envolver, hasta
el guiso.
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