Como cualquiera sala de arte, no estaba
realizada para la contemplación y disfrute exclusivamente, sino para vender las obras artísticas cualquiera fuese
su nacionalidad, estilo, modalidad y por
consiguiente promocionar y dar a conocer los expositores invitados.
En esa sala que tenía como curador al
poeta y pintor John Sampson Williams, había un buen dinero invertido en piezas
y cristalería importadas al lado de las cuales se exhibían obras escultóricas y
pictóricas de artistas locales conocidos.
La sala fue inaugurada con la segunda
exposición individual del poeta y pintor Néstor Rojas, quien el mismo día
vendió casi toda la producción situada en la temática de la máscara, un
elemento de raíces primitivas que no solamente conocemos a través de los ritos
de magia, el teatro y las carnestolendas, sino de la vida misma. Ya lo dice Juan de Dios Peza en su poema Garrik: "El Carnaval del mundo engaña tanto que la vida en una breve mascarada aquí aprendemos a reir con llanto y también a llorar con carcajadas".
La máscara está presente de algún modo
en la generalidad del acontecer
existencial y por esa misma presencia eterna nunca ha podido ser eludida por el
arte en cualquiera de sus manifestaciones.
La literatura shakesperiana no es ajena a la máscara en Romeo y Julieta,
por ejemplo: “Dadme un estuche donde colocar mi rostro. Una careta para otra careta. ¿Qué me importa que algún ojo curioso advierta ahora mis deformidades? He aquí estas mejillas postizas que se
ruborizarán por mi”. Tampoco la música de Verdi es extraña a la máscara. Bastaría con ver a Violeta agonizar en La
Traviata. Aparece en el cine con Orfeo Negro de M. Camus y en el “Arlequín” de
Morris West. En la danza ni se diga,
basta con los Diablos de Yare y en la plástica evidentemente que es
inagotable. Aquellas mismas pinturas de
Néstor Roja, de las cuales conservo la que me regaló Fabrizio, era muestra interesante que encerraba toda una
filosofía de las expresiones reflejadas en el rostro que es la eterna máscara
del hombre.
Lorenzo Batallán, escribió en 1975 un
ensayo sobre el hombre y la máscara para afirmar de paso que el Carnaval existe a partir de la máscara. Dos circunstancias complementarias sin la
cual el Carnaval no se produce porque no es la máscara aislada o el hombre solo
con el afán de participar, sino la mascara colocada ritualmente sobre el propio
rostro en decisión voluntaria y autónoma.
Solamente en ese instante, según Batallán, nace la Fiesta y sólo desde ese
momento el Carnaval existe.
Pero aduce que el Carnaval es la fiesta
de la cobardía. Presupone que sus
protagonistas estarían dispuestos a realizar acciones rigurosamente antípodas
en su comportamiento habitual y aún extremas, hasta llegar al crimen incluso,
bajo al amparo de algo tan aparentemente frágil como es una máscara que
demuestra ser capaz de penetrar hasta la
línea roja ese gigantesco dinamo de la esfera pasional, sentimental o afectiva.
A veces la máscara es virtual, es decir,
no se lleva visible sobre el rostro sino sobre el cerebro y pone como
ejemplo las sociedades secretas del
período romántico que usaban la máscara como instrumento esencial de sus
conspiraciones. Los secretos de muchas
sociedades actuales, políticas, policiales, diplomáticas, militares,
económicas, industriales, se ocultan bajo el disimulo y la cautela que no necesitan del antifaz sobre el rostro
sino sobre el cerebro. (AF)
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