La bella Franca Pepe, de
ascendencia itálica, madrugaba en la misma casa esquina de las calles Venezuela
con Carabobo, donde sus padres tenían un negocio de víveres. Trepaba la azotea y desde allí hasta que
despuntaba el Sol, se extasiaba en el crepúsculo auroral del río. También el poeta Víctor Medina hacía lo mismo
cuando vivía en Santa Ana antes de ir a montar volador en la Plaza Centurión. Siempre se ha dicho que los crepúsculos del
Orinoco impresionan de tal modo a la gente de sensibilidad estética que las
hace adictas.
Franca era adicta al crepúsculo orinoquense y creía que
navegando el gran río podía acortar la distancia de su lejanía y así se fue un
día, aprovechando la procesión fluvial en agosto de Nuestra Señora de las
Nieves, patrona de Ciudad Bolívar y también del Monte Esquilino de su añorada
Roma, pero percibió que el crepúsculo vespertino no es tan sugestivo y envolvente como el
matinal. De todas formas le resultaba
emocionalmente avasallante el desfile de curiaras siguiendo la estela de la
cañonera de la Armada donde se exaltaba a la virgen.
Las curiaras, primitivas embarcaciones de nuestros indígenas,
también llamadas Kriyyaras por los
kariñas y, según su dimensión y accesorios, canoas, falcas, bongos, han
perdurado en nuestros ríos desde tiempos ignotos. Parecen frágiles, pero son tan sólidas como
la madera del árbol con la cual el
artesano la construye a fuerza de hierro filoso y candela.
A bordo de ella, cuenta la leyenda aborigen, que llegó
Amalivac a insuflarle esperanza de vida a los indios Tamanacos disminuidos por
el diluvio y a responderles que a
contracorriente, para que no se extenuaran remando, podía dotarlas de velas
para aprovechar la fuerza del viento, cualquier viento, incluso el barinés que aprovechan los aviones para romper la rutina del aterrizaje.
Entre las estampas
pintorescas del mundo hay que destacar la de las curiaras surcando y luchando
muchas veces contra las corrientes de los ríos, al comienzo con palancas, después con canaletes, remos, luego con velas y ahora con motor fuera de borda con el cual el dios
moderno ha querido emular el ingenio de Amalivac.
Los romanceros la
han cantado, especialmente el trovador Alejandro Vargas se inspiró en ella para
su famoso aguinaldo “La Barca de Oro”. Ocurrió en Noche Buena de pascua, cuando
retornaba a la ciudad luego de “matar tigres” por caseríos ribereños. Un chubasco en la remontada lo obligó a
seguir la dirección de unas luces mortecinas que resultó ser Palmarito. Allí atracó con su curiara, desenfundó su
guitarra acompañado al cuatro del “Catire Carvajal” e improvisó “La
barca de oro, la vela de nácar, el timón de acero”.
El viajero germano
Carl Geldner, a mitad del siglo diecinueve, la describió tripulada por
silenciosas y estoicas familias indias, casi desnudas, que llegaba al puerto de Angostura a canjear
sus frutos por baratijas y herramientas.
Los famosos exploradores del Orinoco y de los grandes ríos
como el Amazonas, se hicieron en curiaras.
Humboldt y Bomplant exploraron el Orinoco en Curiaras convertidas en
falcas. Lo siguieron en el tiempo
Chaffajon, Henry Wicham, Jules Crevaux, Alfred Russel Wallace, Richard Spruce,
Henry Morris Myers, Philip Van Ness, Enrique Stankoovraz y tantos otros. Sus mismas fuentes fueron exploradas en
humildes curiaras que medían desde cinco hasta diez metros, por la expedición
franco-venezolana encabezada por el Capitán Frank Rizquez. Antes el Capitán José Solano trató con ellas
de vencer el dragón de Atures y Maipures, pero no pudo; más sabio fue Díaz de
la Fuente que puso las curiaras a navegar sobre el lomo de los indios y de
esta manera pudo eludir los tormentosos raudales y ver el crepúsculo del nacimiento del río que cada mañana desde la azotea de su antigua casa se sumergía en los cristales visuales de Franca Pepe. (AF)
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