Juan Martínez, un nombre tan común en la nombradía castellana fue el único por excepción de la conquista hispánica que conoció a la fabulosa Manoa, capital de El Dorado.
Martínez participó en la expedición al
mando del comendador Diego de Ordaz que
por primera vez exploró el Río Orinoco y por un golpe de suerte tuvo la fortuna
de conocer a la fabulosa ciudad dorada de Manoa, donde todo cuanto existía parecía haber
sido tocado por la mano de Midas.
El relato salido de una confesión que a
la hora de su muerte le hizo Juan Martínez al cura de su vecindad, llegó a poder
del Capitán Antonio de Berrío, fundador de Ciudad Guayana, y dicho relato fue confiscado por el caballero
Sir Walter Ralight cuando hizo preso a Berrío y
le sirvió de base para incursionar en la Guayana adentro como lo hizo.
El episodio lo relata así el Padre
Constantino Bayle en su libro “El Fantasma de El Dorado”, página 431: "Había
sido Martínez maestro de munición en la jornada de Ordaz; por un descuido suyo
se quemó un día la pólvora, e irritado
Ordaz le condenó a muerte, que conmutó en sentencia casi peor; le metieron en
una canoa solo, y sin víveres le echaron río abajo. De no morir de hambre la
suerte que le aguardaba era el topar con una de las flotillas de Caribe que
solían recorrer el Orinoco a caza de hombres para surtir su despensa y
abastecer sus banquetes. Pero lo ordenó mejor la fortuna, porque cuando ya se
estaba muriendo de necesidad, cayó en manos de mercaderes guayanos o Dorados
que como compasivos no sólo le dieron de comer sino que le llevaron a su pueblo
que era Manoa (la capital del mismo el Dorado). De esta manera el castigo por
un golpe de suerte se convirtió en su fortuna. Sin pensarlo, alcanzó a ver la
tierra que todos buscaban sin poder encontrar, y a todos se les escapaba de las
manos. Pero como los Dorados no querían exponer su ciudad a los viajeros, para
que no supieran el camino, le vendaron los ojos y le quitaron la venda al
entrar en la ciudad, para que se deslumbrase con la suntuosidad de los
edificios, el lujo de los palacios y la infinita multitud de los habitantes;
una noche y un día tardó en atravesar la población hasta llegar al alcázar
donde el príncipe le acogió amoroso y le hospedó cabe sí. Y entre fiestas,
banquetes y ociosidad verdaderamente dorada, pasó siete meses, al cabo de los
cuales el emperador le otorgó benignamente licencia para que volviese a los
suyos; pero le mandó bien rico, pues le dio varias cargas de oro. Pero a la
vuelta le asaltaron los indios Orenoqueponis y a duras penas salvó la vida y
unas calabazas llenas de polvos de oro, y con ellas pasó a la Trinidad y de
aquí a la Margarita y a Santo Domingo camino de España, donde esperaba dar a
conocer tan gran descubrimiento, pero aquí le alcanzó la muerte y dio a su
confesor una relación de todo lo que había visto en su monumental viaje". (AF)
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