El 29 de septiembre de 1991, repentinamente, falleció en su residencia caraqueña, Pedro J. Díaz, considerado durante muchos años como cronista social por excelencia de Caracas en su sección “La Ciudad se divierte” que diariamente publicaba el rotativo “El Nacional”.
Pedro J. Díaz, hermano del poeta Rafael Pineda y del ensayista Carlos Díaz Sosa, todos nativos de Guasipati, pasó buena parte de su existencia tomándole el `pulso a la gran urbe metropolitana logrando con su estilo sentar cátedra en el periodismo especializado.
Periodista, actor de teatro, cine y televisión, fue sin duda el cronista más solicitado de la ostentosa sociedad caraqueña. Poco antes, acaso como despidiéndose, estuvo en Ciudad Bolívar y Guasipati, recorriendo a pie los lugares más frecuentados por él durante su infancia y juventud pues según nos confesó, quería escribir un libro resucitando vivencias y reconstruyendo anécdotas de un tiempo en que la sociedad era más elegante que ahora.
Periodista, actor de teatro, cine y televisión, fue sin duda el cronista más solicitado de la ostentosa sociedad caraqueña. Poco antes, acaso como despidiéndose, estuvo en Ciudad Bolívar y Guasipati, recorriendo a pie los lugares más frecuentados por él durante su infancia y juventud pues según nos confesó, quería escribir un libro resucitando vivencias y reconstruyendo anécdotas de un tiempo en que la sociedad era más elegante que ahora.
La antigua sociedad bolivarense y también la caraqueña eran sobradamente elegantes, con rostros muy particulares, más que la de ahora, suerte de caballeros con peluca y maquillaje de ladrillo. La sociedad antigua era de una gran belleza y como el cine, tuvo una época.
Se vino Pedro J. Díaz para Ciudad Bolívar cuando su madre Blanca Sosa decidió dejarlo todo, dada la ausencia definitiva de su marido. Vivían los cuatro en una casa enterrada en los arenales de Los Morichales y para sobrevivir, se valió de una escuela privada donde se podía aprender las primeras letras antes de llegar a la “Moreno de Mendoza”, reputada escuela dirigida por el bachiller Felipe Natera y en la que la maestra Teodorita Montes alimentaba ilusiones de mártir de la resistencia.
El bachiller Felipe Natera era tan severo como la maestra Natividad Cardozo, de Guasipati, tierra de remanso del tráfago aurífero calloense. Guasipati, entonces parecía una calle larga desde la entrada hasta la salida de El Callao y con una tranquilidad bucólica ni siquiera perturbada por la algarada de los discípulos de la maestra Cardozo. Tan drástica era la doña que al sólo verla a Pedro J. Díaz se le olvidaba la lección y el estímulo para reaccionar era el consabido coscorrón cuando no el palmetazo, un templón de oreja o una hincada sobre piedritas con la testa cubierta por un capirucho.
De la capital del distrito Roscio salió Pedro J, dejando atrás su velocípedo, el único que había en todo el pueblo. Se vinieron todos, madre e hijo, y Ciudad Bolívar se abrió como una posibilidad distinta que a la larga resultó dura por el esfuerzo que debió hacer la madre para suplir la ausencia del padre. ¿Cuánto podía ganar una dama como Blanca Sosa Grillet para enseñarle las primeras letras a un párvulo? Dos o cuatro bolívares al mes. Lo mismo que Blanca Sosa pagaba al profesor de Inglés para que le enseñara a Pedro J. Díaz lo suficiente para defenderse más tarde en la Mene Grande, compañía que vino de los EE UU a explotar el petróleo de la Faja del Orinoco e instaló su oficina matriz en Ciudad Bolívar.
Pedro J. Díaz, además de cronista muy perceptivo, perteneció a las artes escénicas, mientas su hermano Rafael Pineda logró destacarse en la literatura y la investigación histórica y Carlos Díaz Sosa en el periodismo y el ensayo literario. En conclusión, los tres en la línea de los comunicadores de la sociedad como lo fueron sus padres: Su madre Blanca Sosa tocaba la guitarra y era maestra, en tanto que Zoilo Díaz era telegrafista y agente viajero, de esos que no se aguantan mucho tiempo en un lugar y se van con el olvido.
excelente
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