Los
indígenas de Los Pijiguaos hasta la década del setenta que la CVG decidió hacer
trabajos de prospección en la zona tratando de localizar bauxita para sus
plantas de Ciudad Guayana, no habían tenido contacto permanente con el criollo.
Vivían en estado virgen, incontaminados.
La selva de Guayana es tan inmensa que
a casi 500 años de penetración aún existen espacios donde la planta del hombre
no ha hollado, ni siquiera la imagen de radar adoptada para levantamientos
cartográficos desde el espacio aéreo, lo cual es una ventaja para etnias nunca
contadas por el censo, pero que como en los tiempos más primitivos andan
recolectando o cazando de un lugar a otro de la selva.
De todas maneras, el tiempo no se
detiene y a medida que transcurre, generaciones se van sucediendo dando lugar a
una cobertura mayor de la geografía hasta que llegue el día en que nada quedará
aislado y menos en la selva guayanesa donde el atractivo de los metales que
parecen vitales par los nuevos tiempos invitan al hombre a penetrarla hasta las
entrañas de la tierra como lo ha hecho Charles Brewer Carías, quien penetró
hasta las simas de Sarisariñama que parecían hasta entonces impenetrables.
Ya el hombre está en Los Pijiguaos
horadando las montañas preñadas de bauxita, sembrando casas, construyendo vías
y depredando parte de un ambiente a manera de sacrificio al dios del fuego y
del metal para que en las forjas del deforme Vulcano se modele en un progreso
cada vez más complejo y difícil de entender.
Esta inserción violenta de la
civilización en medio de la selva ha resultado para el indio mucho más
estremecedora quizá que cuando Cristóbal Colón desembarcó en las costas de
América.
Hostiles y temerosos al principio, al
fin convinieron en un acercamiento a aquellos hombres con sus máquinas ruidosas
contra las que jamás habrían perdido sus cerbatanas y menos sus shamanes.
Absortos y contemplativos acariciaron las carrocerías de los vehículos y las
orugas y cadenas sin fin de los tractores y ofrecieron a técnicos, obreros y
operarios, lapa y otros productos exóticos muy propios de la selva y a cambio
los ofrendados preguntaron por señas que
querían y los indios silenciosos se quedaron con la mirada fija en
aquellas bicicletas recostadas sobre los trailers.
De todo aquel aparataje industrial
inserto en el ambiente de la altiplanicie para violar la virginidad de la
bauxita, al indio lo único que le interesaba eran aquellas bicicletas.
Desde entonces puede decirse que se
indigenizó la bicicleta en Los Pijiguaos. Los indios, después de unas cuantas
volteretas aprendieron a montar y hoy son unas “fieras” pedaleando sus livianas
máquinas por los senderos de las sabanas que se extienden al pie de la
serranías.
El indio ha descubierto la rueda, ese
prodigioso invento mesopotámico que ni siquiera existía en Venezuela cuando la
llegada de Humboldt. El sabio alemán observó sorprendido cómo en la Venezuela
de 1.800 no se utilizara el carruaje tirado por bestias como medio de
transporte.
Los frutos de la tierra se
transportaban a lomo de mulas. Los guayaneses vinieron a conocer el carromato a
principio del siglo XX y casi violentamente en 1910 el automóvil parejo con la
bicicleta que había sido inventada en Escocia en 1840. Quería decir que casi el
mismo tiempo que tardó la bicicleta en llegar a esta ciudad después de su
invención, tardó desde Ciudad Bolívar a Los Pijiguaos donde el indio a esta
altura no ha terminado de salir de la edad de piedra.
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