El
Museo Soto abrió sus puertas en el mes de octubre de 1986, a 25 años de
fotografía de la etnia Panare del artista franco-venezolano Henry Corradini.
La exposición, que duró hasta el XI
Festival Nacional de la Conservación “Francisco Tamayo” que a mediados de
noviembre tuvo su sede en Ciudad Bolívar, constaba de 88 fotografías 40x60 que
cubrían 50 metros
lineales de pared en la sala de entrada del museo.
El gobernador René Silva Idrogo,
acompañado del director del museo, Freddy Carreño y del viceministro de
Sanidad, José Manuel Padilla Lepage, abrió las puertas de la exposición que se
iniciaba con este pensamiento de Chilan Balam:
“Entonces todo era bueno / Y entonces los
dioses fueron abatidos / Había en
ellos sabiduría…/ No había entonces pecado / No había enfermedad / No había
dolor de hueso / No había fiebre para ellos / No había viruela”.
Se exhibió también un mapa de las comunidades Panare
(E’ ñapa) preparado por la antropóloga María Eugenia Villalón que señala al sur
del Orinoco un total de 41 comunidades. Luego, el levantamiento y dibujo de la
estructura de una casa o churuata E’ ñapa capaz de albergar hasta 60 personas;
una fotografía aérea de la tierra habitada por el indio, que es como dice Barné
Yawari, “el recuerdo de mi origen que siempre está aquí, porque todo lo que
tenemos fue creado aquí”.
Una cúpula como el firmamento cubría una churuata de
forma cónica, inmensa y tupida con la fibra del Moriche que es el árbol de la
vida. Una entrada rectangular, un perro negro como guardián y el indio enhiesto
apoyado en la flecha.
“La tribu le dice a sus niños que son todos iguales,
ninguno vale más que otro, ninguno menos, la desigualdad es prohibida porque es
falsa, porque es perniciosa”.
Corradini copia este comentario de Pierre Clastres para ilustrar las
fotografías donde la madre india sentada en su chinchorro despioja al hijo
acurrucado sobre sus piernas fuertes y hermosas, mientras los otros, sobre el
lomo de la curiara, contemplan ensimismados el universo.
Porque “nuestra vida se desarrolla sin temores ni
ambiciones desmesuradas, corría como el flujo uniforme y tranquilo de un río”,
acota la octogenaria india con palabras de Chanlatte.
“Porque ahora, todo lo que constituye nuestro
patrimonio valioso está siendo dilapidado por la cruel empresa de nuestros
enemigos”. Y los Panare parecen
meditar sobre el punto, sentados sobre el árbol derribado y truncado.
Y Pierre Clastres vuelve a decir que “el
etnocidio es, pues, la destrucción sistemática de los modos de vida y de
pensamiento de gentes diferentes. En suma, el genocidio asesina los cuerpos de
los pueblos, el etnocidio los mata en espíritu”. Y la india deja
escapar su muslo por la rotura del chinchorro al mostrar al niño el animalillo
extraviado de su cueva en tanto que las curiaras forzadas por la corriente del
río rebasan la capacidad de maniobra del hombre de la selva.
“Entonces tuvieron apariencia humana, y hombres
fueron, hablaron, dijeron, vieron, oyeron, anduvieron…; hombres buenos,
hermosos; su apariencia: rostros de varones. La memoria fue, existió.
Vieron, al instante su mirada se elevó. Todo lo
vieron, conocieron el mundo entero. Numerosos eran sus conocimientos. Su
pensamiento iba más allá de la madera, la piedra, los lagos, los mares, los
montes, los valles” (Popul Vuh).
Y la niña sentada sobre la tierra prieta. La niña
vestida de collares jugaba con la muñeca de carne y hueso al tiempo que la
caravana de racimos y tubérculos abría senderos entre lianas, musgos y samanes.
“Andaban todos desnudos, como sus madres les había
parido, con tanto descuido y simplicidad que parecía no haberse perdido el
estado de la inocencia en que vivió nuestro padre Adán (Bartolomé de las
Casas).
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