“Quedarse para vestir santos” era expresión común de los bolivarenses del siglo pasado para señalar a las mujeres solteronas. Mi hermana Petra Margarita es una de ellas como lo fueron en su isla la repostera Cota Bello, la administradora del correo Chucha Gómez y la modista Tarita Lozada. Aquí en Ciudad Bolívar la educadora y poeta Anita Ramírez, la relacionista y ejecutiva bancaria Malvina Rosales, la bibliotecaria Lourdes Salazar Bossio y la organista de la catedral Teresita Ortiz.
Mujeres de buena familia, productivas, religiosas, cultas y siempre bien ataviadas, que resultaron atractivas para muchos hombres, pero que nada quisieron con ellos. No estuvieron desesperadas como otras que temerosas se miraban en su espejo.
La castidad las aprehendió desde temprana edad y con ella crecieron y conservaron como tesoro inmaculado hasta sembrarse en la tierra sin posibilidad de haber podido gotear un solo fruto.
Al llegar a la pubertad, seguramente suspiraron soñando la llegada del príncipe azul, pero nunca dieron con él. La vida muy atrás sólo permitía suspirar libremente pues era reprimida, asediada por tabúes, imposible una adolescente salir sola a la calle. Quedarse hasta tarde en reuniones y confites, constituía un riesgo que la esclavizaba a la autoridad precavida de los padres.
Los padres procuraban para sus hijas los buenos partidos, pretendientes con títulos o posiciones económicas estables, políticos bien ubicados o forasteros con virtual porvenir.
En Ciudad Bolívar los agentes viajeros, forasteros procedentes de grandes ciudades, telegrafistas y hasta exiliados políticos eran bien vistos y corrían con buena fortuna a la hora del cortejo.
Así ocurrió con la “alondra guayanesa” Concepción Acevedo cuando acogió en su corazón de adolescente al inmigrante francés Raúl Lefranc de Taylhardat, imantado por el dorado del Yuruari.
María Magdalena, hija del doctor Wenceslao Monserratte Hermoso, se dejó seducir a muy temprana edad por el gobernador gomecista Lorenzo Guevara. Lo mismo habría de acontecer con la maestra Blanca Sosa, madre del poeta Rafael Pineda, del actor Pedro J. Díaz y del ensayista Carlos Días Sosa, cuando se dejó cortejar por el telegrafista y agente viajero Zoilo Díaz,
El agente viajero Carlos Arocha tuvo el privilegio de casarse (por poder) con Mercedita Carvajal (Lucila Palacios), la que después resultó novelista galardonada, poeta, dramaturga, senadora y primera mujer embajadora de Venezuela.
A Luz Machado, premio nacional de Literatura, la rescató de la soltería cuando tenía quince años, el poeta y político guanareño Coromoto Arnao Hernández a quien conoció cuando tenía la ciudad por cárcel después del alzamiento del general Gabaldón en 1929. “El sol, hermana Luz -y no te asombres- te dejó claridad hasta en el nombre y fuego suyo en las pupilas”.
Si el gobernador Ovidio Pérez Ágreda no hubiera estado casado, la joven maestra Anita Ramírez lo hubiera atrapado y jamás se habría quedado para vestir a la patrona Nuestra Señora de las Nieves.
Malvina Rosales buscó su príncipe azul haciendo un tour por Europa conduciendo su propio automóvil, pero murió frustrada al igual que Lourdes Salazar, leyendo al príncipe de las mujeres, Lord Byron, poeta maldito de Inglaterra que se sublimó abrazando la lucha por la independencia de Grecia a bordo de un vapor que bautizó con el nombre de Simón Bolívar.
Teresita Ortiz, cantora y organista de la catedral, dicen sus cofrades que toda la vida se la pasó rezándole a San Antonio y rogándole a la Virgen de las Nieves para que se repitiese en Ciudad Bolívar el milagro que en Roma favoreció a Licina Ignavia al repararle no sólo al noble Juan Patricio sino anular su esterilidad con un hermoso heredero de su ingente fortu
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