El cantor de la tierra guayanesa, de tino y estilo trovadoresco, parrandero y comparsero, Alejandro Vargas, falleció el 16 de marzo de 1968, en horas de la tarde, a la edad de 76 años, víctima aparente de la desnutrición que le degeneró en una artritis degradante.
A pesar de su dolencia y de su edad, no le faltó fuerza y valor para despedir el último diciembre de su existencia con la original Casta Paloma, el aguinaldo popularizado en Venezuela y cantado fuera de ella por el Quinteto Contrapunto.
Alejandro Vargas estuvo muy ligado al folclore de su tierra. Fue autor de innumerables valses, pasajes, joropos, guasas, merengues y aguinaldos de arraigada tradición en el repertorio de comparsas y parrandas de la región.
El vals Margarita, que compuso para la novia de Felipe Maita, amigo suyo, es pieza musical pocas veces dejada de lado por los serenateros. Igualmente el joropo Guacharaca, de gran demanda en jolgorios campesinos. Elenita Morales fue una de sus últimas composiciones. Se trata de un vals dedicado a Elena I, Reina del Carnaval 1964. Pero las composiciones que realmente dieron renombre a esta figura auténtica del pasado guayanés fueron Casta Paloma, El Sapo y La Barca de Oro, aguinaldo improvisado en noche navideña en la playa de Palmarito al desembarcar de una curiara con vela que estuvo a punto de naufragar cuando navegaba remontando el rio desde Puerto de Tablas hasta Ciudad Bolívar.
El Negro Alejandro Vargas como popularmente se le conoció, era natural de Ciudad Bolívar. Nació el 17 de noviembre de 1892, año cuando las aguas del Orinoco crecieron tanto que taparon la Piedra del Medio. Era hijo de Julia Vargas, una valiente señora del barrio “La Capotera” que murió en Barcelona a la edad de 103 años. El padre de Alejandro fue Luis Baptista, albañil de la isla de Trinidad que estuvo en la ciudad dirigiendo los trabajos del dique, construido en La Carioca para atajar las aguas del Orinoco y de la Laguna del Medio, pero de todas maneras el ímpetu de las aguas fue tan descomunal que rompió la barrera e inundó la ciudad, por lo que doña Julia con su recién nacido en brazos tuvo que buscar refugio en el barrio “Los Culíes”, hoy calle Las Mercedes, donde creció y quedó viviendo hasta su muerte, pero sin perder contacto con La Capotera a la que renunció definitivamente tras la crecida de agosto de 1943.
Sobrevivió Alejandro Vargas a tres de sus únicos hermanos y prolongó la descendencia con cuatro varones y dos hembras. Nunca estuvo en la escuela, por lo que murió analfabeto, pero sabía leer e interpretar el alma de la tierra y de su gente. La música lo rescató de la pobreza que no pudieron superar sus primitivos oficios de pescador por temporada y pintor de brocha gorda. La música, acompañada siempre de su guitarra y de su rasgueo muy particular, le facilitó una existencia menos penosa en la ciudad, pero no supo aprovecharla. Durante su juventud llevó una vida de bohemio al ritmo del tesoro de su voz que todo el mundo codiciaba. Luego se dedicó a la composición y con el resto de voz que le quedaba luego de una lesión vocal, continuó alegrando las comparsas. Sus noches de trovador agonizaron hasta su muerte en las cuerdas de su guitarra inseparable, una guitarra que lució sobre su urna durante velorio y sepelio y que luego sus familiares colgaron en la pared mayor de su cuarto. De allí desapareció una noche cómplice de los hurtadores de oficio.
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