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domingo, 7 de marzo de 2021
EL TAMARINDO DE LA CASA DE SAN ISIDRO
El 11 de junio de 1992; cayó el Tamarindo de la Casa de San Isidro, cayó para no levantarse sino temporalmente en sus ramas, en sus elípticas hojas, flores amarillas, en fin, en las semillas de sus frutos. Ese día ingrato y bajo una lluvia tenue quedó irremisiblemente desplomado el tronco añoso y como anciano horizontal continuar resistido a la muerte.
La Ciudad creció, coetánea con ese Tamarindo nacido en la brecha de una inmensa laja sobre la cual se levantó la que fue casa principal de la hacienda de San Isidro y luego morada del Libertador.
Bajo la augusta sombra de ese Tamarindo dice la historia, o la leyenda, que el Jefe. Supremo de la naciente República amarraba su cabalgadura, pues el Libertador solía cabalgar muy de mañana y su caballo preparado siempre estaba allí a la espera. De manera que el árbol añejo podría contar la historia de aquel ejemplar enlazado en las sabanas de Angostura y que seguro no tuvo el mismo destino trágico del que montaba el Brigadier Miguel de la Torre en 1817 cuando los patriotas sitiaron Angostura.
Entonces, el noble Tamarindo podría testimoniar también el paso por esos predios pétreos de aquel hombre de tez curtida y ojos penetrantes que planificaba victorias dictaba cartas tras cartas, proclamas tras proclamas, decretos, discursos tras discursos a sus incansables amanuenses.
Podría contar la historia de Angostura o de la propia casa colonial desde el día en que aquel Rafael Veles, funcionario del gobierno de Manuel Centurión Guerrero de. Torres, la levantó como centro granero de una ciudad que apenas daba sus primero pasos por la orilla pedregosa del río.
Pues bien, el Tamarindo resplandeciente en su verdor saludaba la tenue lluvia de aquel día de junio cuando sus raicee quedaron afloradas por la implacable dureza de la roca. Estaban agotadas de tanto luchar contra la aridez de la piedra y los brocales adyacentes. El Tamarindo de San Isidro anciano y arrugado se veía allí, recostado sobre una piedra amurallada de concreto, aguardando irremisiblemente la muerte, pero al borde de su pie, donde sus raíces transpiraban la gelatina de su savia nutriente, se plantó un hijo que estará grande cuando ya amarillas sus elípticas hojuelas, hayan sido recogidas por el viento o como el que un día sacudió al Samán de Güere hasta quebrar el tronco de su ingente envergadura, pero queda el aliento esperanzador de unas simientes que, como ayer en el mismo lugar de su caída brotarán en otros surcos como ha brotado y crecido en una esquina del Parque Leonardo Ruiz Pineda desde el primero de mayo de 1982 que lo sembraron allí José Luis Candiales y Paúl Van Burén. Más tarde Leandro Aristeguieta plantó otro en la Escuela que lleva el nombre de su pariente José Luis Aristeguieta en el Paseo Orinoco.
Tres de las últimas semillas germinaron, una en el área de Horticultura del Jardín Botánico y tal vez uno de esos descendientes vaya a la plaza del héroe que probó el fruto agridulce de su gloria. Nos lo imaginamos con una poética leyenda como esa que en un mármol escribió Héctor Guillermo Villalobos. (AF)
Me acuerdo, que en mis correrías de niño, solíamos en las noches angostureña de calor, con mis hermanos bajar del cerro el Zamuro, a comprar patillas y comerlas en el tamarindo. El patillalero siempre estaba aportado y vendiendo sus frutos, en el tamarindo de San Isidro o del Libertador, día y noche. Pero había otro tamarindo, que me llenaba de pavor y temor. Este estaba colocado junto a un mangar,justamente detrás del hoy edificio de gorgone. Era una bajada que daba a la laguna del porvenir. A lo mejor eran hermanos o primos, quien sabe?
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