Tierno o seco, el coco nos resulta siempre
agradable. No sólo el fruto que cuelga de lo alto del cocotero, bajo la
sombra augusta de las palmas cuyo rielar con los diferentes cambios de luz nos
recobra la visión de alguna obra cinética de Soto o de Cruz Diez. Ambos
artistas plásticos, desde Paris, cultivaron estética y, porque no decirlo,
mercantilmente, ese fenómeno tan espontáneo como natural de nuestro medio
tropical.
A ellos también como a todo
habitante de estas tierras por encima de la línea ecuatorial, les gusta el
coco, el agua del coco tierno recién bajado del cocotero con su pulpa blanda y
gustosa. No es que el coco seco no lo sea, claro que es agradable
transformado en delicioso turrón, en torta o simplemente raspado con papelón.
El coco –como escribió algún
poeta- “es algo así como el regalo del rey mago negro al pueblo que habita la
costa del mar, entre el ventoso litoral donde la sal inventa a diario
fantasías”.
Y no sólo la costa del litoral marino, también la
costa arenosa de los ríos de Guayana. Aquí en Ciudad Bolívar, existió “El
Puerto de los Cocos”, no por aparecidos o fantasmas para asustar niños sino
porque había matas de cocos que al final con ellas terminaron las periódicas
crecidas del Orinoco.
En los años setenta-ochenta
hubo la fiebre del coco enano en el patio y jardines de las viviendas
bolivarenses. También la variante brasilera llamada Coco Weddeliana que
es una planta de dimensiones moderadas en que los ejemplares son destinados a embellecer
los interiores de las casas. Esta fiebre al final la aplacaron los
embaucadores al meter constantemente gato por liebre. Yo fui uno de los
que caí de la mata cuando llegó a los 30 metros.
La nucifera generosa no deja
que no nos ofrece cuando se despega de la tierra. Ofrece la palma para la
techumbre, el tallo para el horcón, la barba de su semilla para rellenar la
colchoneta del sueño, la cóncava corteza envase para el agua, el café o la
leche, el agua del coco tierno para aliviar la sed y reponer las
energías, el aceite de la copra o pulpa del coco seco para curar males
del cuerpo y para alisar el pelo chamuscado por el sol del mediodía, chamiza de
la concha para el fogón del pobre, nunca para la asadura de la arepa que
requiere de brasa sólida, la palma verde para adornar la Cruz de Mayo y en
Semana Santa para recordar la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.
El coco es infinito.
Es como el Merey aunque este árbol no crece tanto, pero da más sombra y su
fruto, su almendra y la cáscara de su nuez tiene tantas aplicaciones como el
Coco. El coco sirve hasta para jugar. Bien conocido el Juego o tope de
cocos o simplemente “Echar cocos” que consiste en raspar la barba al coco,
pulirlo y luego chocarlo contra otro. El que se rompa primero, lógicamente
pierde la apuesta que hayan casado los contrincantes.
“Échale coco” le dice el
maestro al estudiante cuando debe resolver un problema. Es que se ha
encontrado una sinonimia entre el coco y el cráneo o la cabeza humana y como
los fantasmas del imaginario popular siempre se haya representado con la cabeza
al rapé, a los niños lo previenen con el coco si no se portan como Dios
manda. “Pórtate bien niño que te va a llevar el Coco” dice la nana,
mientras por otra parte, cuando quiere complacerlo le compra la dupla Susy y
cocosette o lo divierte cantándole “arroz con coco” que según Isabel Aretz es
una variante venezolana de la versión hispana “arroz con leche”
“Arroz con coco se quiere casar con una viudita de la capital que sepa reír, que
sepa bailar, que sepa cantar y también cocinar ese arroz con coco que tanto me
ha de gustar” como seguramente le gustaba a Coco Chanel, la gran modista
parisina, a Lila Morillo o Ana la que según el periodista Germán Carías, vendía
cocos en la Isla que allá en la frontera con la Guayana inglesa lleva su
nombre: “Anacoco”. (AF)
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