A
los 195 años de haber sido creada la Diócesis de Guayana por Su Santidad Pío
VI, llegaba aquí el 29 de enero de 1985 para bendecirla el décimo quinto de sus
sucesores, Juan Pablo II.
No en una penitente carabela cruzando
los océanos, tampoco con las vicisitudes de Fray Domingo de Santa Agueda,
primer evangelizador venido a esta Guayana con Antonio de Berrío, pero, sin
duda, con el mismo sentimiento religioso que el fundador del cristianismo
insufló a sus apóstoles para que hermanara a la humanidad en el fin supremo de
la justicia y de la bondad.
Llegaba no para quedarse, sino para
dejar un retazo de sí mismo, para darle aunque sea con la palabra un apoyo a
quien no se siente seguro de su propia religión, venía para revisar la obra iniciada
por el primer evangelizador y que han continuado con el mismo tesón los
que le han sucedido hasta nuestros días.
La Iglesia, los pastores y la grey en
general han crecido y se volvieron Orinoco y Caroní desbordados ante la
presencia del Santo Padre aguardado por centurias.
Pueblo de oriente y sur se concentró
aquí en Guayana rebosando su contento porque su fe casi diluida en el duro
tráfago de la cotidianidad la sentía renovada con la venida del gran vicario
que coincidió con el día en que 96 años atrás surcó el Orinoco el primer barco
de vapor. Entonces también hubo alegría en el pueblo, pero no tan
apoteósicamente humana como cuando llegó el Papa. Entonces fue distinto porque
había algo casi incomprensible que está más allá de la obra del hombre.
La gente colmó hasta el desbordamiento
casi todos los espacios previstos. No podemos decir cuánta porque es imposible
medir la presencia de la emoción humana en las calles, pero podemos afirmar que
nunca antes hubo nada parecido aquí en Guayana.
Fue un hecho histórico que se perdía de vista.
Hace casi cinco siglos, Colón al otear Guayana por las
bocas del Orinoco se confundió con el paraíso. Entonces no había sino bohíos y
aborígenes sumergidos en la abundosa vegetación. Hoy en la confluencia del
Orinoco con el Caroní, hay una gran urbe
que sus planificadores calificaron originalmente de “Ciudad soñada”, pero ni
una ni otra cosa. Sólo una ciudad, que no ha dejado de palpitar al ritmo de sus
creencias primigenias, las mismas con las que quisieron saludar fervorosamente
al Papa Juan Pablo II.
En el aeropuerto el Papa tuvo un recibimiento
protocolar frío, impuesto por estrictas medidas de seguridad, pero al tomar la
ruta en su automóvil de cristal comenzó a sentir en sus mejillas el cálido
fervor de un pueblo creyente que quería tocarlo y no podía, que quería verlo
sin cristales y aún le costaba. Más se veía la mitra que el rostro, más el
cayado que la mano que bendice, más se sentía su voz amplificada y resonando en cada ángulo de la
multitud en actitud piadosa. Pero estaba allí, más cerca que el Vaticano, y ya
eso era bastante y la gente avivaba su contento y manifestaba su emoción en
todas formas, pero más repitiendo las consignas y agitando banderines.
Privilegiado fue el centenar de obreros
de la Siderúrgica que después de la celebración de la eucaristía compartió con
él, la arepa, las tajadas, y el pollo deshuesado. Ya era casi el final de una
jornada, de una gran jornada que empezó el sábado por la tarde al besar tierra
venezolana en Maiquetía y finalmente: “Alta Vista”, aquí en Guayana donde ya
comienzan a cansarse las aguas del Orinoco antes de rendirse al mar.
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