Desde
que la Electricidad
del Caroní (Edelca) instaló sus poderosas líneas de transmisión de energía, las
tempestades en Ciudad Bolívar dejaron de ser violentas.
En esa apreciación coincidían el 15 de
noviembre de 1981 gente de la ciudad y también los especialistas del Centro de
Geo-ciencias de la Universidad
de Oriente.
El director del Centro de Geociencias,
José Nancy Perfetti, explicaba el fenómeno señalando que esas líneas de
transmisión de alta energía llevan paralelas de descargas arriba, es decir,
líneas protectoras que sirven de pararrayos. Entonces, cuando la tempestad
avanza, pasa por encima de esas torres de alta tensión y descarga
eléctricamente a las nubes.
“La verdad es que las tempestades han
disminuido notablemente” apreciaba doña Pepita Pérez, una de las más viejas
pensionistas de la ciudad. Recordaba no solamente la violencia de las
tempestades sino también que eran frecuentes las muertes debido a esas
descargas eléctricas de la atmósfera. Se dio el hecho del campanero de la
catedral en el toque de ánima a las 9 de la noche, que cuando produjo el primer
sonido atrajo el rayo y quedó electrocutado.
Perfetti, por ejemplo recordó que el 12
de agosto de 1952, a
las 7 de la noche, hubo una incidencia eléctrica de más de mil rayos directos a
tierra durante hora y media. Lourdes Salazar, ex directora de la Biblioteca Rómulo
Gallegos, fijaba en su memoria el día en que murió Leoní en Nueva York. Ese día
se desató una tempestad eléctrica sobre la ciudad y uno de sus rayos quebró los
relojes de la torre de la catedral. Los relojes permanecieron inutilizados
hasta que el Arzobispo Crisanto Mata Cova trajo unos de Europa que cada cuarto
de hora tocaban una estrofa del Himno del Estado.
La ciencia se ha ocupado de corroborar
el por qué instintivamente los agricultores de San Francisco de La Paragua celebran
el Cordonazo y es porque las consecuencias de una descarga eléctrica es
favorable pues limpia la atmósfera y destruye el nitrógeno y, como sabemos,
lluvias nitrogenadas no son buenas para la agricultura,
Las tempestades o tormentas de Guayana tienen o tenían
más famas que el Relámpago del Catatumbo, pues difícilmente transcurría un año
sin víctimas de las descargas eléctricas, además de los naufragios en los ríos.
Rómulo Gallegos dedica un capítulo en “Canaima” a la tormenta que envuelve a
Marcos Vargas, el principal personaje de esa novela de la selva guayanesa:
“El restallar tableteante de la
centella que hiende el árbol desde la copa hasta la
raíz, la siembra del fuego en la tierra que el fluido cejante cava y perfora,
el aleteo gigantesco del relámpago esplendoroso, el tremendo fulgor instantáneo
que se funde con otro y con otro se prolonga
vibrante. Y la pupila del hombre temerario
abierta ante el elemento alardoso. ¡EL agua y el viento y el rayo y la selva!
Alaridos, bramidos, ululatos, el ronco rugido, el estruendo revuelta Las
montañas del trueno retumbante desmoronándose en lo abismos de la noche
repentina, el relámpago magnífico, la racha enloquecida, el chubasco
estrepitoso, el suelo estremecido por la
calda del gigante de la selva, la inmensa selva lívida allí mismo sorbida por la tiniebla compacta y el
pequeño corazón del hombre, sereno ante las furias trenzadas. Las raíces más
profundas de su ser se hundían en suelo tempestuoso, era todavía una tormenta
el choque de sus sangres en sus venas, la más íntima esencia de su espíritu participaba de la naturaleza de los elementos
irascibles y en el espectáculo imponente que ahora le ofrecía la tierra satánica se hallaba a sí mismo…,”
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