El 6 de de noviembre de 1952, se anunció el fallecimiento de José Luis Aristeguieta (en la foto), prototipo del buen maestro de escuela, maestro de maestros. Lo llamaban en Ciudad Bolívar “El Rey Blas” y era hijo de un sacerdote. Por supuesto, de un sacerdote que ahorcó los hábitos.
Su padre José Aristeguieta Grillet se dejó tentar por la belleza de una upatense de origen alemán, Cecilia Hugueniz, desafiando la excomunión de que fue objeto posteriormente sin ninguna consideración.
Del matrimonio de José Aristeguieta Grillet con Cecilia Huguenniz nació en San Antonio de Upata, Enrique Aristeguieta Hugueniz, padre del colega periodista Enrique Aristeguieta. Asimismo, Concepción Aristeguieta Hugueniz, esposa del médico y poeta J. M. Agosto Méndez, padre de la licenciada Maruja Agosto Aristeguieta.
En 1918, la familia Aristeguieta-Hugueniz, abandonó Upata y se residenció en Ciudad Bolívar, buscando expansión educacional para José Luis, quien nació el 11 de noviembre de 1896. estudió y se graduó de bachiller en filosofía en el Colegio Federal de Varones. Dos años después, se inició como maestro en la Escuela Heres hasta llegar a ser director en 1940 y finalmente supervisor nacional para todo el estado.
José Luis Aristeguieta no se casó ni tuvo sucesión. El celibato que no pudo cumplir su padre, se lo impuso él hasta que falleció consumido por el cáncer pulmonar, el 6 de noviembre de 1952. Fumaba excesivamente y el vicio, lo enervó mortalmente no obstante los desvelos de su médico de cabecera Said Moanack, quien había pasado por sus manos de maestro al igual que Héctor Guillermo Villalobos, Leopoldo Sucre Figarella, Manuel Alfredo Rodríguez, Mario Jiménez Gambús, Otto Piñero y tantos otros guayaneses connotados.
José Luis Aristeguieta, vestido siempre como un franciscano, de kaki, corbata y sombrero gris o negro, era maestro de grandes conocimientos, de una cultura única, recitaba los griegos y en primaria se atrevía a dar literatura española reservada hoy al bachillerato.
Héctor Guillermo Villalobos, al enterarse de su muerte en Madrid, escribió un tríptico de sonetos sobre el maestro muerto:
I El que amó la bondad
“Te llamó con su mano de ceniza / Noviembre, el de los muertos y las flores / y atrás dejando cargas y dolores,/ marchaste con tu escéptica sonrisa. / Hay algo muy amado que se triza / con tu luz, que alumbró tiempos mejores, / mundo que se destruye sin clamores, / sangre callada que se va, sin prisa. / Tu recuerdo ha llenado la distancia / que entre este atardecer y aquella infancia / da la medida exacta de mi pena. / Pero descansa, amigo, al fin en calma, / de la fatiga santa de tu alma / que ganó la batalla de ser buena”.
II El que amó los árboles
Ya estás en nuestra “tierra colorada”, / tierra definitiva para el sueño, / de la que eres al cabo único dueño / tú, que jamás supiste tener nada. / Tuya es la acacia verde y encarnada / y el samán patriarcal, tan hogareño, / y el ancho araguaney, que es un ensueño / de gualda luz, y la recién casada / trinitaria, en el muro entretenida, / y toda la riqueza que la vida / te negó, pertinaz, con ceño huraño. / ¡Qué gloria, hermano, la que al fin la muerte / le da a tus huesos! ¡Quién pudiera verte / cuidando nuestros árboles de antaño!
III El que amó a los niños
Suyo fue el don impar de ser maestro: / lección su voz, su gesto, su manera. / Franciscano sayal su atuendo era” (…) (AF)
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